Nos hemos acomodado a un despotismo de apariencia blanda pero implacable que impregna la mayoría de las decisiones de gran parte de la clase política.
Si hay algo que no puede sorprender en política es que los líderes se dediquen a tratar de ocultar lo que no les conviene y a repetir machaconamente las ideas que piensan los llevarán a la gloria del poder, esa pretendida gloria en sus devaneos de ignorante grandeza; y ya ven que no digo que mientan ni engañen porque lo que asombra e indigna es que no caigan en la cuenta que esa conducta tan alejada de la veracidad, de la realidad que viven los ciudadanos, nunca puede ser más que pan para hoy y hambre para mañana.
Y no es difícil deducir del caso, un par de conclusiones bastante deprimentes, la primera que, y digan lo que digan, a éstos metidos a la política, el mañana les parece un cuento chino, son los magos de vivir al día si no a la hora y al minuto. Otra conclusión por ejemplo es que parten de que hay tres tipos de electores: a)los que siempre les votarán, esos de los que dio el ejemplo una vez Donald Trump, dijo que lo votarían aunque lo viesen asesinando a alguien en la quinta avenida, en plena calle; b)están luego los que nunca les votarán, así renueven el milagro del pan y los peces, y, por último, c)los que no se sabe lo que van a hacer que, en el fondo, les importan bastante poco porque los tienen por gente extraña y escasa, irrelevante. Da lo mismo que la realidad social no sea exactamente esa, pero tal es la cartografía práctica del político tipo, que conduce a halagar a los propios y a no excitar demasiado a los contrarios no sea que crezcan de repente más de lo previsto.
Y… la pregunta…¿hasta cuándo seguirá dormida la sociedad argentina sin caer en la cuenta de que hay algo que marcha muy mal y que está en nuestras manos tratar de cambiarlo de una vez?
Este es el panorama que ha traído a lo que venimos padeciendo, una continua ocultación de los datos más reales de cualquier situación, lo que no es extraño en un país que todavía no se ha preguntado a fondo por las desagradables razones que podrían explicar nuestra altísima mortalidad en la reciente pandemia, por más que se disfrace o se distorsione la información, suele bastar con echarle la culpa al otro, y, para adorno de la situación, una espectacular ausencia de nada de la nada misma a lo que pudiera llamarse un debate político. Sin ideas, sin raciocinio, sin sentido de la responsabilidad cívica; sólo es tomar el estado por asalto y vivir de él a como dé lugar. Todo es propaganda y ruido, asunto en el que sí contamos con especialistas importantes, en todos los sectores y facciones.
El conjunto de datos que más nos ocultan, encubren son los que se refieren a la situación de Argentina en el mundo, a nuestro progresivo descenso en las distintas escalas de bienestar, productividad y riqueza que hace que estemos en franco retroceso con relación a los países con que soñábamos emparejarnos, cosa que viene sucediendo de forma implacable ya desde hace varias décadas. La política que debiera consistir en diseñar planes de mejora comunes en un variado abanico de cuestiones apenas existe y cuando se presenta algo como eso suele hacerse con una economía que recuerda a la de la carta a los Reyes Magos, es decir como si en la realidad efectiva no existiesen ni el dinero, ni la deuda, ni las obligaciones, es una burla a los ciudadanos con cara de circunspectos repúblicos.
Y otro fenómeno notorio de la política usual entre nosotros es que nadie parece estimar necesario hacer la menor reflexión sobre la manera en que se gasta el dinero de todos, incluso en momentos como el presente en el que hay que ser muy millonario para no notar que el alza de precios nos está complicando la vida de manera muy fea, insoportable ya, y que los recaudadores de Hacienda insisten en apretarnos el cuello con la eficacia y devoción que le caracteriza. Y todo parece como si la mayoría de los argentinos estuviese convencida de que lo de apretar y recaudar de Hacienda es inevitable y lo de la inflación también. Que todo parece que lo que hay que pedir a los políticos es que no cejen en decirnos buenas palabras, en presentar un panorama harto risueño de tal manera que habría que ser un aguafiestas para fijarse en que a los políticos les importamos un pito y decírselo al resto, aunque lo sepan ya a estas alturas, pero las buenas costumbres y los miedos se imponen.
Y la pregunta es: ¿Hasta cuándo seguirá dormida la sociedad española sin caer en la cuenta de que hay algo que marcha muy mal y que está en nuestra mano tratar de cambiarlo? Me parece que la pasividad política forzada con la que se gobernó desde el estallido social desde el 19 de diciembre de 2001 hasta nuestros días, toda la vida social ciudadana, se ha convertido en la pasividad política con la que dejamos a los partidos que hagan lo que les conviene aunque la cosa vaya de mal en peor para casi todos, y no para todos, porque siempre hay tipos muy listos que saben sacar provecho del marasmo general.
Simular y encubrir los propios errores en la vida social y política es el mayor pecado intelectual y eso es lo que estamos haciendo todos los que no queremos reparar en que algo marcha muy mal entre nosotros. Está bien que el arte de los políticos consista en disimular los errores, en negarlos o, peor aún, en forzar las cosas para llegar a convertirlas en nuevas verdades, pero es bastante doloroso que los ciudadanos sigamos consintiendo, con una pasividad culposa y escondida o no asumida este tipo de engaños que hacen que nuestra vida común vaya cada vez peor, que nos empobrezcamos, que las administraciones públicas y las grandes empresas prácticamente y de hecho se burlan de las quejas de los usuarios, de hecho es así así con sus sistemas inteligentes para poner en una nube de nada su responsabilidad empresaria, que el cinismo más atroz se convierta en la norma habitual de conducta de muchos, muchísimos políticos que nos miran como haciendo notar que ellos no tiene la culpa de nada. Lo tremendo es que en parte tienen razón porque una de las cosas que se ha deteriorado hasta la grotesca caricatura es su capacidad de representarnos con cierta eficacia, se limitan siempre a hacer lo que manda el de arriba, eso es todo.
Se hace sumamente necesario recuperar ciertos valores morales que están del todo perdidos porque nos hemos acomodado a un despotismo de apariencia blanda pero implacable que impregna la mayoría de las decisiones de gran parte de la clase política.
La democracia nacida en 1983 se asentó en un clima tal vez ingenuo, pero idealista y entusiasta, y eso llevó a diseñar un sistema en el que la confianza en lo que los políticos harían se dio por descontada y en el que, además, esto hacía que no se viera el significado de lo que es una democracia republicana. Guste o no guste esto fue así y sigue siendo así. Ya se ve que ha funcionado, y cómo ha funcionado, de alguna manera siempre con excesos; sin la más mínima autocrítica y reflexión. Nuestro sistema ha permitido controlar la opinión pública, asociar al Gobierno de turno con los grandes poderes financieros y empresariales y mantener controlado en manos de muy pocos el conjunto de los resortes del poder, siempre.
El cerco al poder judicial se ha hecho para evitar que los jueces puedan actuar como debieran, con independencia y sometidos en exclusiva a la ley, y se permite que los gobiernos de turno empleen los medios de comunicación en su exclusivo beneficio, sin que importe que haya bajado la lectura o que las televisiones apenas sirvan para otra cosa que para la maledicencia y el jolgorio artificial y chabacano, donde se mezcla el circo del espectáculo con el circo de la llamada política de estos días. Basta fijarse en cómo manejan los gobiernos para darse cuenta que la opinión pública solo les sirve si la convierten en un argumento para que seamos todavía más sumisos y obedientes.
Y hoy día son muchos los que tal vez pensarán que no se puede hacer nada contra esto, pero no es así, no debe serlo. Se puede entender que las personas que vean en la imposición de sistemas arcaicos de colectivismo, de añoranzas delirantes de tiempos pasados, como el objetivo último estén contentos con lo que pasa, pero me parece que el resto de los ciudadanos no podemos quedarnos cruzados de brazos cuando vemos que quienes debieran representarnos se apuntan con entusiasmo a la piñata, globos y piruletas que se reparte en las alturas y caen en la tentación de emplear las ideas que dicen defender para fortalecer un sistema de gobiernos que hace aguas por todas partes, que nada tiene que ver con algo que pueda ser democrático, ni menos aún, popular. Nadie está obligado a votar en lo que no cree y llega un momento en que parece que solo así algunos podrán despertar de un sueño que se está convirtiendo en una pesadilla para tantos.
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EDITOR: JOSÉ LUIS SAN ROMÁN
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