Nadie puede negar lo que él mismo ve con sus propios ojos: todo lo que sucede en la “res pública” ( del Derecho Romano: la cosa pública”) está siempre a la vista; no hay lugar a la conspiración ahí, ni para lo oculto y lo secreto. Es indudable que todos pueden vivir como si hubiese democracia. Todo el mundo lo ha visto durante más de cuarenta años de triunfo rotundo de la mentira.
Nadie puede negar, salvo siendo cínico, que en Argentina, bajo la égida de esta monarquía impuesta por una especie de autocracia de los llamados partidos políticos actuales, ha triunfado totalmente el fraude y la estafa, la mendacidad y la frivolidad. Es tan fácil ver y medir la corrupción, que únicamente los más idiotas lo podrían poner en duda.
Nadie puede negar tampoco, que solamente las personas decentes fracasan en su éxito social y que son consideradas tontas por la mentalidad de la mayoría; aquella que se conduce a duras penas, a través del desorden ético causado por “la religión del Estado” que profesan, esa cosa engendrada para tener a los ciudadanos como rebaño, esa cosa cuyo nombre inventado más edulcorado y diplomático es “socialdemocracia”. Una mayoría incapaz de articular ninguna moralidad. Una mayoría absolutamente desmoralizada.
Pero del mismo modo, nadie puede tampoco negar que ignorar la realidad, hacer como si no existiese, fingir constantemente que actúan las cosas que no existen, no evita ni mínimamente el efecto de las que sí lo hacen. Y por lo tanto, con absoluta indiferencia hacia quienes quieran llamar a lo que van a terminar viviendo como “la ira de Dios” o sencillamente la consecuencia de todo acto fallido por su inadecuación a las leyes eternas de la Naturaleza, el asunto es que es inevitable. Nada puede evitar ya el horror que supone el enfrentamiento con su fracaso de quienes a causa de su idiocia se han obstinado en él, o el de los inocentes que sufrirán igualmente las consecuencias a causa de su inacción y su quietismo.
Hay muchas razones para defender la reducción del aparato estatal. Algunas entrarían dentro de las que defiende el llamado liberalismo clásico: el Estado tiene una serie de funciones que les son propias y exclusivas y son a las que debe circunscribirse. Otras tendrían que ver más con una concepción más acorde con los tiempos y la realidad actual. Entre estas últimas está la sostenibilidad del mismo que no se conjuga mal con las anteriores. Así, el Estado no puede convertirse en un proveedor universal de servicios de todo tipo para casi toda la población sin poner en peligro su viabilidad financiera o, al menos, las funciones que le son propias y exclusivas, y tan necesarias para asegurar la exacción fiscal que permite la prestación de los servicios de bienestar con calidad.
Hay más razones. Algunas hablan de la ineficiencia del sector público para prestar determinados servicios de manera satisfactoria, precisamente porque no constituyen su “objeto social” o (“core business” se denomina en términos de empresa: su razón de ser), y otras de la pérdida de riqueza para el conjunto social que se deriva de la fuerte carga impositiva que supone la concepción amplísima sobre lo que el Estado debe hacer.
Seguro que dejamos por el momento más puntos de vista por los que el Estado debe reducirse. Especialmente todos aquellos que tienen que ver con la autonomía individual tan amenazada por el Estado moderno, tan elefantiásico e intervencionista en todos los órdenes de la vida. Principalmente el avasallamiento de las libertades individuales.
En cualquier caso, personalmente y llegados a este punto, me parece que la razón más importante para preconizar la reducción del Estado tiene que ver con la política en su concepción más a ras de suelo. “La política es la guerra por otros medios”, resultaría si le damos la vuelta a la frase de Clausewitz quien afirmaba que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”.
Así entonces vemos que uno de los fines tradicionales de la guerra ha sido la conquista del botín y el sometimiento de la población del vencido para reducirlo a la esclavitud o a la servidumbre. Las elecciones generales permitirían en la situación actual, de manera menos cruenta que en la guerra, ambos objetivos. La victoria generaría, además, el efecto no deseado de que una parte de la población del vencedor no disfrutase de los beneficios de la victoria, lo que crearía un malestar incluso entre los leales. Lo que, antes o después, exige una nueva guerra, bien de esperanza contra los otros, bien civil contra los propios.
Entonces tenemos que el proceso electoral se convierte, por lo tanto, en una suerte de guerra donde la lógica de las alianzas admite sólo dos grandes caudillos. A cada uno de ellos se les suma un ejército propio y algunos ajenos, orgullosos de sus caudillos menores, en unos casos, o meramente mercenarios, en otros. El fin del proceso electoral es capturar el botín que supone la conquista del Estado.
Si los individuos no se sintieran esperanzados por la victoria o amenazados por la derrota en sus vidas ordinarias, los procesos electorales no se vivirían con la intensidad que se viven
Por eso es indispensable ver la necesidad de la reducción del botín de guerra político, del Estado; como modo de reducir, a su vez, los incentivos perversos que los necesarios cambios del gobernante por métodos no cruentos (ese es uno de los fines de la Democracia) crean. La importancia de la política en nuestras vidas y en nuestros estados de ánimo sería de este modo menor. Si los individuos no se sintieran esperanzados por la victoria o amenazados por la derrota en sus vidas ordinarias, los procesos electorales no se vivirían con la intensidad que se viven, ni consumirían las energías sociales que consumen. Esas energías se podrían dedicar a la industria y al comercio, a la creación, que serán menos épicos, pero aseguran mucho mejor una vida buena, en el sentido más clásico y racional del término.
Pero, ahora bien, si seguimos incrementando el botín tanto como hemos hecho, no podemos esperar comportamientos menos agresivos y más morales de “nuestros líderes políticos”, de las huestes que los acompañan y de las poblaciones que los soportan. La guerra siempre parece a las masas una manera más fácil y rápida para obtener el sustento.
El botín… La reducción del botín, debiera llevar, además, una desconcentración del mismo lo que, en Argentina, por otro lado, siempre podría aligerar el problema de la llamada cuestión nacional. Los llamados federalistas (el sistema federal), no se comportan en Argentina como tales, pese a lo que pueda parecer, nunca se han comportado como federales ni les importa.
La política es necesaria y, por ello, importante aunque nos pese. No cabe duda. Es una actividad de minorías que, como la guerra, arrastra al conjunto de la población. Sin embargo, como todas las actividades requiere una correcta definición de cuanto y qué está en juego. No puede ser que la respuesta a ambas preguntas, “el cuánto y el qué”, sea todo.
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EDITOR: JOSÉ LUIS SAN ROMÁN
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