Te voy a confesar algo pibe. Lo de Mozambique fue una mentira, sabés? - me dijo en voz baja -, pero si me aprecias como decís, no se lo vas a contar a nadie.
Si Pibe, Soy yo
— ¿Usted es...?
—Sí, pibe. Soy yo— Me contestó antes que terminara de preguntar.
En cuanto levantó la vista de la palma de su mano, que sostenía un par de monedas, sus ojos se cruzaron con los míos. De a poco fueron tomando un brillo intenso en los cuales me vi reflejado, igual que aquella vez cuando aferrados al alambrado gritamos juntos el gol.
Como enorgulleciéndose de haber sido descubierto, mejoró su postura enderezando su espalda vencida. Tendió su mano, a modo de saludo. Me abalancé sobre él y lo abracé con fuerza. Su cuerpo me recibió envuelto en la ropa raída y su aspecto descuidado. No me molestó el aroma, que se parecía al de un hombre gastado por la vida. Por el contrario, me hizo retroceder en el tiempo y me depositó otra vez al borde del alambrado. Yo del lado de la popular y él, desde la cancha, después de haber hecho un gol a tan solo segundos del final. Nuestro contacto fue a través de los rombos de alambre. Coincidió su festejo en el lugar donde estaba yo desaforado, gritando el gol del triunfo. Ese superhéroe y yo teníamos en común dos cosas: la camiseta y el sudor. Que apenas se diferenciaban en mínimos detalles. Su camiseta era la oficial. La mía no. Su sudor era del trajín del partido desde el césped. El mío, de saltar y alentar desde el cemento.
Me apartó, molesto, mirando para ambos lados.
—Bueno, pibe. No es para tanto— me dijo, dando un paso atrás.
— ¿Qué no es para tanto, maestro?— contesté chocando mis manos que sonaron a asombro. Y a reconocimiento. Y a gratitud. Y a devoción.
— ¿Qué no es para tanto, maestro?— repetí buscando con la mirada un testigo que me apoyara. La avenida en ese preciso momento estaba desierta.
Empecé a contarle mi historia, como si el importante fuese yo. Le enumeré todas las canchas en las que grite sus goles. Todos los partidos que seguí por televisión o por radio cuando jugaban en el exterior. Los diarios que leí y las revistas que recorté para pegar sus fotos en la pared de mi cuarto. Las discusiones en la mesa del bar, reclamando la inclusión de su nombre en las listas de convocados a la selección.
— ¡Pero la estrella es usted, maestro! Cuénteme de sus goles en Mozambique. ¿Cuánto hace? ¿Ocho años? ¿Diez? No se supo nada más de usted. Muy a mi pesar le perdí el rastro.
Se guardó las monedas que aún sostenía en su mano y respiró hondo. Hizo la misma pausa que se tomaba para calibrar su disparo de gol, esperando la reacción del arquero.
—Te voy a confesar algo, pibe. Lo de Mozambique fue una mentira ¿sabés?— me dijo en voz baja—Pero si me aprecias como decís, no se lo vas a contar a nadie.
— ¡Délo por hecho, maestro!— cómplice se lo dije acercándome y me frenó con su brazo extendido, como lo hacía en cada tiro de esquina con el contrario que lo marcaba, para poder dar el frentazo goleador libre de obstáculos.
—Lo invito un café, maestro— le dije esperando una negativa, mientras le señalaba el bar de la esquina.
— ¿Sabés lo bien que me vendría un cafecito, pibe? Acá no pasa nada a esta hora. Te acepto la invitación ¿Es una invitación no?
— ¡Pero por supuesto, maestro!— le dije y traté de apoyarle el brazo en el hombro.
Me apartó con el codo en punta, a la altura de mis costillas. Como lo hacía con el marcador central cuando encaraba en diagonal, queriendo ganar el espacio necesario para el zurdazo inatajable.
Me imaginé las reverencias de los mozos y el aplauso de los clientes cuando lo vieran entrar. Nos recibió tan solo la voz del periodista que estaba cubriendo la nota de un accidente aéreo en Japón, desde el televisor ubicado en lo alto del rincón más alejado.
—Esta es la mejor mesa— murmuró mientras corría una silla para quedar de frente al ventanal. Desde allí dominaba el movimiento de la avenida. Igual que en la cancha, cuando levantaba la vista para hilvanar el próximo pase, que seguramente terminaría en las cercanías del área rival.
— ¿Le damos a unas medialunas, maestro? Yo no desayuné.
—Y dale, pibe. ¡Si invitabas vos!
Nos atendió rápido el mozo. La poca gente en el lugar agilizó el trámite. Bastó que le preguntara como era eso de Mozambique, para que su verborragia se hiciera más fluida y me puse a escucharlo con religiosidad.
—Lo de Mozambique fue un invento, pibe— dijo bajando la voz— Con los directivos llegamos a un arreglo. Hacían ver que me dejaban libre, por mi trayectoria en el club y yo decía que tenía un contrato en el exterior. Pero en realidad mis rodillas ya no querían más. Me quise ir con el reconocimiento de la gente y no dando lástima. Golpeó la mesa con bronca. Con la misma bronca con la cual pateaba los postes del arco contrario, cuando erraba un gol.
— ¿Porqué Mozambique?— intervine para calmarlo.
— ¡¿Y qué se yo?! Fue el primer nombre que se me ocurrió. Era un país con poco fútbol, estaba tan lejos, y pensé que en poco tiempo se iban a olvidar de mí ¿¡Y vaya que lo hicieron!? Al mes ya tenían a otro goleador tratando de igualar mi record.
—Eso va ser difícil, maestro— le endulcé los oídos.
Me miró, como expresando: “Si vos ya empezaste a gritarle los goles”. Su mirada se hizo más sostenida y lo interpreté claramente: “Si no me encontrabas en la avenida, ni te acordabas de mí”, me decían sus ojos cansados. Y no pude sostenerle la vista. Como no pudo aquel zaguero en un clásico, cuando después de un centro lo desacomodó, sin que lo viera el árbitro y no le permitió cabecear.
Estar aferrado al alambrado detrás del arco, le da a uno otro punto de vista que no lo tiene ni el más prestigioso relator, ni el más avezado periodista que le toque estar en el mismísimo campo de juego. En la zona donde en definitiva se definen los partidos, uno puede ver, escuchar, presagiar y hasta adelantar lo que va a ocurrir. Y yo, desde que las canas y los músculos me bajaron de los escalones y llevaron hasta allí, hace ya varios campeonatos, doy fe.
— ¡Como dominaba el área, maestro!— lo quise sacar del silencio en el que había caído. Que era el mismo con el cual se encerraba por un tiempo, cuando en la cancha erraba algún gol imposible.
— ¡Era oficio, pibe, era oficio!— decía mirando hacia la avenida —Ahora es todo... todo... ¿Cómo se dice cuando lo único que te importa es salir en los medios?— me preguntó cuando no pudo encontrar la palabra.
— ¡Mediático!— exclamé.
— ¡Eso pibe! Mediático. Juegan relativamente bien o hacen un gol más que el otro y ya lo están bocinando en los diarios o en los programas deportivos. Antes esperabas a que terminara el campeonato y recién ahí ponías tu nombre. Yo me alejé del ruido de la pelota, pero al 9 lo llevo siempre en la espalda, pibe. Tallado de por vida. Mirá que me hablaron para ser técnico, ayudante de campo o comentar algún partido ¡Pero no! Yo estaba para otra cosa ¡¡Para ser protagonista estaba yo!!— me dijo mientras se ponía de pie.
Su mirada estaba enfocada en los dos autos que estaban estacionando en la avenida.
—Me perdonas, pibe. Tengo que seguir trabajando. Y gracias por el desayuno— se reincorporó, me extendió la mano, igual como lo hacía cuando la cinta de capitán le apretaba el brazo izquierdo y saludaba al contrario en el medio de la cancha.
Me incorporé y juro que me temblaron las piernas, en cuanto sentí el apretón fuerte, convincente. Dando a entender que delante de uno había alguien que te estaba diciendo en el gesto “Hacé lo tuyo, que yo voy a hacer lo mío”.
— ¡Chau, maestro!— le dije y me dejé caer en la silla en el mismo momento en que él llegaba a la puerta. Rápido, con su movimiento felino tan particular cuando ingresaba al área.
Me asomé al ventanal y nos volvimos a cruzar las miradas. Y me sentí parte de su equipo.
Se sacó la remera y me señaló la espalda. Encaró la avenida como cuando se perfilaba hacia el arco. Y allí quedó reflejada la imagen. En su dorso se podía ver un 9 enorme como el que sabía llevar en su camiseta. Tatuado de por vida, como me había dicho. El ventanal lo mostraba como en una gran pantalla. Con su zurda inigualable le pegó a una botellita plástica que estaba en el piso y con la precisión milimétrica que lo caracterizaba, la colocó en el rincón que formaba la columna de alumbrado y el cordón de la vereda.
— ¡¡Gool!!— grité sin importarme el lugar en donde estaba. Grito que me quedó anudado en la garganta cuando se dio vuelta y claramente le pude leer los labios cuando me dijo:
—Sí, pibe. Sigo siendo yo...
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2017