Rescatarán a su amigo por espacio de dos horas, de ese lugar lúgubre y destemplado, donde se acumulan los "neurológicamente dañados"; "esos"... los que se van poniendo viejos... los que se van quedando solos.
El gol de los sábados
José Pepe Juliá
¿Cómo que te molesta volver a escucharlo? ¿Vos oís lo que estás diciendo? ¡¡Es el gol de su vida y si lo cuenta quinientas veces, quinientas veces lo escuchamos!!— en tono ofuscado Jorge le recriminaba a Octavio, en voz baja, respetando el lugar donde se encontraban desparramados en esos sillones tan mullidos como desgastados que los reciben religiosamente todos los sábados a las cinco de la tarde. Serán los dueños de sus almohadones los minutos que Horacio demore en recibirlos. Minutos en los cuales ven desfilar a hombres y mujeres con sus mentes desgastadas y confusas. Deficientes mentales, algunos más jóvenes que ellos, que deambulan con descoordinados y torpes movimientos. Siempre se preguntan, cómo es posible que Horacio, tan inteligente, tan brillante con sus ideas creativas, sea uno más en ese “Centro de Rehabilitación Neurológica”, como reza el oscuro cartel de la entrada. Rescatarán a su amigo por espacio de dos horas (unos módicos ciento veinte minutos de sus vidas por semana) de ese lugar lúgubre y destemplado donde se acumulan los neurológicamente dañados. Los que se van poniendo viejos. Los que se van quedando solos. “Estos que no quieren dar el brazo a torcer y nos rompen las pelotas”, como dijo un sábado cualquiera la enfermera con cara de culo que les abre la puerta, creyendo que nadie la escuchaba. Aquel día Jorge le pidió calma a Octavio, en cuanto se dio cuenta que le iba a contestar una grosería. Escena que terminó en carcajadas ahogadas cuando Jorge, en voz baja, apuntó: “a lo mejor lo dijo por nosotros”.
Estaban acostumbrados a esperar a Horacio. Siempre fue el más coqueto de los tres. Lo sigue siendo a pesar de las casi seis décadas que acumulan cada uno de ellos. Es el que se perfuma desde la Primaria. El ser hijo único, tenía sus ventajas y las sabía aprovechar. Nunca dejó de compartir con ellos sus pertenencias. Y fueron para él los hermanos que no les dieron sus padres. Esa amistad consolidada por la cercanía de sus casas se mantuvo aún cuando ya grandes, sus destinos se bifurcaron. Cambiaron sus lugares de residencia, pero el Club del Barrio los mantuvo siempre en contacto. Inclusive cuando dejaron de compartir el vestuario de la Cancha Grande. A los años de amistad lo fueron fortaleciendo desde la escuela hasta la facultad, pero lo que realmente hizo indestructible esa unión fueron los momentos vividos en la Cancha Grande del Club. Grande, más allá de su tamaño, por todo lo que dejaron ellos y los demás, que alguna vez defendieron sus fronteras demarcadas con líneas de cal.
Los títulos en las Divisiones Inferiores; el Campeonato de Segunda y el Subcampeonato en Primera, a pesar de terminar invictos, colaboraron en gran medida para que los tres se juramentaran Amistad Eterna. Porque mas allá de defender la misma camiseta, también comparten el mismo título universitario.
Fue Horacio el que los incentivó a seguir la carrera de Arquitectura. Fue Horacio el que colaboró con ellos cuando el presupuesto familiar no permitía comprar un libro o completar una maqueta. Fue Horacio el que los puteó cuando flaqueaban los ímpetus y las fuerzas para seguir. Gracias a la perseverancia de Horacio, tanto Octavio como Jorge, tienen hoy colgados en la pared cabecera de sus respectivas oficinas los títulos habilitantes.
El ruido de la puerta les hace girar sus cabezas. Y ahí está Horacio, vestido para el momento esperado de los sábados. Aunque él tenga uno privado, esa puerta de vidrios repartidos, da al pasillo de los dormitorios compartidos. De soslayo, Octavio ve por encima del hombro de Horacio la luz mortecina del lugar por donde viene y por un momento recuerda el cielo límpido y diáfano que le iluminaba la espalda al Horacio de aquel entonces, con la pelota a centímetros del pie izquierdo parado en la medialuna. Y lo recuerda muy bien porque lo tenía de frente. Él, como todo 9 que se precie estaba dentro del área grande, pero en offside y con la mirada acompañada con una leve inclinación de cabeza le dio a entender que pateara directamente al arco. Y le hizo caso. Con una precisión ajena por completo al currículum de ese 5 aguerrido y rústico, la clavó en un ángulo a tan solo dos minutos del final. Empate que no alcanzó para el título, pero que sirvió para que en esa última fecha salvaran el invicto. La alegría de aquel Horacio abrazado a él con ojos brillantes, puños cerrados y garganta a pleno gritando el gol, el único gol en toda su dilatada carrera, desentonaba con la mirada gris, el andar tambaleante y la voz ronca y gastada del Horacio actual.
Jorge lo miraba avanzar con dificultad y le miró los pies. Tímidamente Horacio apoyaba sus zapatos lustrados para la ocasión. La alfombra, con algún vestigio de verde, se le antojó de césped. Y una raya blanca en forma de semicírculo trunco se extendía ficticiamente por debajo del sillón y de la mesa ratona que se iban desdibujando a medida que Jorge se dejaba llevar por su imaginación. Y desapareció la mesa, el sillón, el otro sillón. La enfermera con cara de culo que venía detrás se fue transformando en el mastodonte con la camiseta contraria que lo empujó groseramente, sin poder impedir que con la punta de su zurda exquisita, digna del 10 que lleva en su espalda, empujara la pelota para que le llegara limpia y redonda a los botines de Horacio. Recordó el zapatazo al ángulo, el gol del empate, el abrazo de Horacio con Octavio, el invicto a salvo, el llegar de Horacio a su pecho para estrecharse en un abrazo con reclamo por no ser el primero en el festejo.
Los dos aún permanecen incrustados en los mullidos sillones, Horacio con su estampa de niño “bien” les reclama un recibimiento acorde a la circunstancia.
¡¡Eh!! ¿¿Qué pasa che?? Ni que hubieran visto un fantasma. Miren que hoy estreno camisa. ¡¡Ja!! Y miren que camisa. ¡¡Azul oscuro y con el cuello blanco!! Los colores del Club, muchachos.
¡¿Qué haces Horacio querido?!—de un salto Jorge rompe el silencio.
¡¿Que acelga papá?!—distrae Octavio.
Se funden en el abrazo de los sábados y se disponen a caminar lentamente hasta el bar que los espera a mitad de cuadra, siguiendo el ritmo que les marque el ex número 5.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
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