Los gritos de gol de mis sobrinos en el fondo nos amontonó en la ventana de la cocina; hueco por el que la abuela daba por terminado el partido con la orden de "¡ a merendar!!"
El arco pintado en la pared del fondo
En la pared del fondo quedó pintado el arco de una manera tosca y despareja. Guillermo aún empuñando el pincel que chorreaba pintura negra en el pasto recién cortado por el abuelo, entrecerraba un ojo para ver en perspectiva como quedaba. Jamás iba a admitir que estaba chueco. Y como era el mayor de los seis primos, jamás se nos ocurriría contradecirlo. El único que se animó a largar una carcajada fue Fidel, el segundo de los primos en orden de aparición.
— ¡Te salió para el carajo, Guille!— le dijo, mientras se secaba una lágrima alegre.
Su risa contagiosa nos invadió a todos. Y como yo era el que más cerca estaba de Guillermo, se la agarró conmigo.
— ¡Que te reís, enano! ¡Si vos eras el que tenía la piola tirante para que yo pasara el pincel!— se enfureció, olvidándose que en el otro extremo, lo había puesto a Ernesto que era como diez centímetros más alto que yo.
En eso apareció el abuelo en la puerta de la cocina y agarrándose la cabeza, empezó a caminar hacia nosotros.
— ¿Qué hicieron sabandijas?— nos decía por lo bajo para que no escuchara la abuela. Ella era más expeditiva para los retos.
Guillermo apuntándonos con el aún chorreante pincel, nos acusaba impunemente a Oscar, Sergio y a mí, los tres más chicos.
Nos costó bastante convencer a nuestros padres para que no nos castigaran con el más cruel de los castigos: Prohibirnos ir a la casa de los abuelos. Lugar que elegíamos cada vez que teníamos algún ratito libre. El argumento más irrefutable fue el que aportó Fidel, diciendo con voz firme y convincente:
—Entre todos decidimos tomar como lugar de entrenamiento, el fondo de la casa de los abuelos, que es más seguro que la calle ¿no?
Y lo que inclinó definitivamente la balanza a nuestro favor fueron las palabras de la abuela:
—Si van a castigar a nuestros nietos, no nos involucren a nosotros. Las puertas de la casa están siempre abiertas para ellos.
La abuela tenía su carácter. Meticulosa para las pequeñas cosas, siempre nos retaba por algo. Pero cuando nos castigaban por una travesura, era ella la negociadora para levantar la condena. A cambio del perdón por haber pintado la pared, teníamos que volver a dejarla como estaba.
Esta anécdota la recordamos cada vez que por cualquier circunstancia, nos reunimos los seis primos varones.
Veintipico de años han pasado desde entonces. Nunca nos pusimos de acuerdo en la cantidad de veces que el abuelo pintó la pared del fondo. La primera vez que intentó tapar las tres líneas desparejas de alquitrán negro, con la blanca pintura que tanto le gustaba a la abuela, se acordó de todos los nietos juntos. Invariablemente nos preguntaba lo mismo:
—Habiendo tantos tarros de pintura en el galpón ¿Por qué eligieron el alquitrán del techo?— y pegaba su grito de protesta favorito:
— ¡¡Me cache en dié!!— que nunca supimos que quería decir.
Lo cierto es que después de varios intentos se dio por vencido. Por más manos de pintura que le pasara, el negro alquitranado brillante resurgía de sus cenizas. Se opacaba por algún tiempo. Pero brotaba generalmente en los días de humedad.
La abuela, resignada ya a esas tres rayas desparejas, las quiso disimular una vez poniendo dos pinos en unos enormes macetones de cemento. Por lo menos tapaban las líneas verticales. Duraron pocos días. Los que tardó en darse cuenta del peligro que corría la frente de Oscar, cada vez que le tocaba ser arquero. El tenía la costumbre de pegarse a la pared para atajar y se zambullía contra los macetones en forma temeraria.
Recordamos también al abuelo lavando la pared con agua y detergente, para sacar las marcas de los pelotazos. Que volvía a lavar después de cada visita nuestra.
Desde que se puso en venta la casa de los abuelos, nos preguntamos qué va a ser del arco pintado en la pared del fondo.
El culpable de esa comercialización descarnada era un tío con dificultades económicas. El abuelo en su momento lo ayudó, hipotecando la casa familiar. No le reprochamos nunca al tío Mario, el mal negocio en que se embarcó. Pero si hubiese tenido por lo menos un hijo varón y no cuatro mujeres, lo hubiera pensado un poco mejor.
La última vez que estuvimos en la casa, hará un par de meses, para ayudar a los tíos a sacar las pocas cosas que quedaban, nos dio la sensación de olvidarnos de algo. Al estar vacía nos parecía más enorme de lo que era. No faltaban solamente los muebles. Había ausencia de sonidos. La voz del abuelo tratando de cantar el tango que brotaba de su antigua radio. La suave cadencia de la música clásica que escuchaba embelesada la abuela. Pero faltaba también la melodía que según los abuelos era la que esperaban con ansiedad: El bullicio de los nietos y el ruido de los cubiertos en el comedor, los domingos al mediodía.
Los gritos de gol de mis sobrinos en el fondo de la casa, nos amontonó a los seis primos en la ventana de la cocina. Hueco por el que la abuela daba por terminado nuestro partido, con la orden de ¡¡A merendaaaar!!
Allí al fondo, estaban las tres líneas desparejas. Poniéndole límites al ancho y al alto de la pared. El alquitrán cuarteado por el tiempo, se asemejaba a nuestras incipientes arrugas. El brillo opacado, como el de nuestros ojos. La pintura blanca descolorida, como nuestras escondidas sonrisas.
Ver el cartel gigante de la inmobiliaria arruinándole el frente a la casa, era una tortura cada vez que pasábamos por allí. Y descubrir la chapa rectangular más pequeña pero mucho más lacerante que decía “VENDIDA”, fue la condena a muerte a nuestra infancia encerrada en los límites de la casona
La noticia la trajo Sergio. Cuando volvía del trabajo vio a alguien colocando en forma oblicua el perverso cartelito.
— ¡La vendieron, Germán, la vendieron!— me decía por el portero, sin darme tiempo a contestarle.
Sergio y yo, somos los primos menores. Guillermo y Fidel los mayores, nos llevan cuatro años. Ernesto nos aventaja por tres y Oscar por dos. Nosotros con menos permanencia en la casa de los abuelos, estábamos devastados. Nos imaginábamos como se sentirían ellos, con más visitas y estadías en ese lugar tan arraigado a nuestros sentimientos.
Nos juramentamos no pasar nunca más por el frente de la casa. Pero ninguno cumplió. Siempre había alguien con una dolorosa primicia:
¡¡Taparon el frente con unas chapas grandes!! ¡¡Desmantelaron el techo!! ¡¡Sacaron las aberturas!! ¡¡Demolieron toda la fachada!! ¡¡Derrumbaron el cerco con las rejas!! ¡¡Están tirando abajo las paredes de los dormitorios!!
Todas las novedades la íbamos trayendo a medida que se producían. Nos turnábamos para ir a espiar. A través de la hendija que había entre las chapas del tapial que achicaba la vereda de las baldosas amarillas, curioseábamos la hecatombe. Siempre era uno distinto el que aportaba algo nuevo. Ninguno podría soportar dos heridas juntas en la estructura de lo que era la casa de los abuelos. Tanto tiempo para construirla y tan poco para convertirla en escombros deformes y grotescos.
El cartel de la empresa constructora le comunicaba al mundo, su formidable negocio: Doce pisos; Veinticuatro departamentos; Amplios ambientes; Cocheras cubiertas; Facilidades de pago.
Veinticuatro casas apretadas y apiladas en el mismo lugar donde vivían los abuelos. Lo que no decía el anuncio era que ninguno de esos departamentos tendrá un patio como el que tenían ellos.
Me tocó a mí informar que la pared de la cocina que daba al fondo, había desaparecido bajo los mazazos destructivos de los obreros. El arco pintado en la pared del fondo, se podía ver a través de la hendija de las chapas.
Esa noche fuimos los seis, a apoyar la nariz contra el tapial que ocupa parte de la vereda. Desde allí comprobamos a través de la ranura que había entre una chapa y otra, que la distancia que nos separaba de la pared del fondo, no se calculaba fríamente en metros.
Se medía simplemente en imborrables recuerdos infantiles.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe
2017