“Hemos transformado una democracia incipiente en una partidocracia tan enrevesada y perversa que ha conseguido, incluso deglutir intentos que se han llevado a cabo para corregirla”
¿Cómo elegimos a los políticos? … sólo optamos por lo que hay?
Es muy común y agobiante para la razón a estas alturas, cuando se habla con algunos de los protagonistas de la eterna transición política argentina, porque aunque no le parezca estamos en transición a la democracia, y no es extraño que, más pronto que tarde, salga a relucir el desencanto que, de manera casi unánime, sienten muchos de ellos, si no todos, ante la situación política argentina toda. Los más jóvenes pueden pensar que ese sentir no deja de ser un ejemplo más de la propensión al desánimo que se apodera con frecuencia de las personas que han vivido una vida ya larga… tal vez, pero no deja de ser un escapismo, “la vida líquida”, la sociedad líquida donde todo es fluido, volátil, veloz, porque sí nomás o tal vez para no asumir ninguna responsabilidad, pero esto ya es otro tema que merece ser tratado aparte. Y tal vez ese sentimiento se convierte en un huracán de palabras, de desengaño y vale la pena recordar y por qué no recomendar lo que ha testimoniado el escritor Alejandro Nieto, que se ha convertido en testigo despiadado de nuestros muchos desatinos de las últimas décadas, el libro lleva por título “El Mundo Visto a Los Noventa Años”, y apreciarán un torrente de lucidez, no muy cómoda para lo fácil.
Dejemos por ahora el analizar la razón, o las sinrazones, de esa clase de desengaños, pero sí me gustaría dedicar unos párrafos a explicar cómo elegimos ahora a nuestros políticos y si el sistema que estamos siguiendo tiene sentido. La transición se hizo con lo mejor que se tenía a mano, fue una leva, un recambio generacional aparente de argentinos dispuestos a poner una democracia en píe, un comienzo en el que las reglas formales o bien todavía no existían, o a nadie le importaban, pero el experimento salió bastante bien, digan lo que digan los que quieren presumir de ser más dignos, más valientes y más listos que nadie, pero… aún falta la autocrítica aunque pase desapercibida por comodidad o por cobardía de toda la sociedad; ejemplos? muchos y dos muy muy importantes que se adormecieron en nebulosas del placer del poder, la reforma-manoseo de la ley de partidos políticos y la reforma-manoseo en 1994 de nada menos que la Constitución Nacional en nombre de la democracia y en realidad fue una salida para “parar” los caprichos del presidente de entonces, quien llega al poder con su mensaje de que no iba a defraudar a nadie en 1989.
Hemos transformado una democracia incipiente en una partidocracia tan enrevesada y perversa que ha conseguido, incluso deglutir intentos que desde lo que se puede llamar derecha, lo que se puede llamar izquierda o lo que se puede llamar centro, se han llevado a cabo para corregirla”
Se decía y decíamos “después de la dictadura las institucionalidad”, y lo que ocurrió o parecía que las “instituciones” de la dictadura fueron desmanteladas y se crearon como se podía las instituciones democráticas fundamentalmente inspirándose en países avanzados, evolucionados, de nuestro entorno cultural… ¿fueron desmanteladas en un supuesto breve tiempo las “instituciones” de la dictadura para crear las instituciones de la democracia, de la República?, y aunque suene odioso, no lo sabemos aún.
Y entonces ¿qué podía salir mal? Cuando lo previsible es que el impulso hacia las ideas de libertad, de la libertad y las instituciones de las democracias lograsen crear una gran entente, esto es relaciones institucionales amistosas, de confianza y mutuos conocimientos y proyectos, políticas de Estado de real reconstrucción. Una verdadera alianza democrática de todos los sectores, racional, con proyecto de país común que albergase los principios de la democracia liberal moderna, madura, responsable… pero ¿ha sido así? ciertamente no del todo, de cualquier manera lo racional sería y es que no nos empeñásemos tanto en destruir lo que ya tenemos, lo que tenemos sí y que no es poco. Pero sí es indispensable a esta altura del siglo XXI y de la humanidad, terminar con métodos y esa cultura paupérrima de ejercer el poder de una República, y perfeccionarlo, corregir y evolucionar realmente a la altura de la civilización del desarrollo y el progreso real y acabar con todos esos procedimientos que nos condenan a esa esterilidad política que nos agobia y destruye desde hace décadas, a repetir de manera monótona, aburrida, maleducada, lastimosa y “berreta” de todas esas maniobras del poder en el nivel que sea, que no buscan asentar, afirmar sólidamente una democracia admirable, sino tan sólo asentar el poder de esas facciones enquistadas en lo que fueron partidos políticos reales.
Lo hacemos más simple? : hemos transformado una democracia incipiente en una partidocracia tan enrevesada y perversa que ha conseguido, incluso, deglutir los intentos que, desde la supuesta derecha, el supuesto centro o la supuesta izquierda, se han llevado a cabo para corregirla… ¿ es así? no lo sabemos. Y tal vez muchos pensarán que esto es inevitable, y, en efecto, no hay manera de hacer una democracia sin partidos, pero sí es posible corromper cualquier democracia, incluso las más maduras, si los partidos dejan de ser lo que tienen que ser, representantes de la sociedad civil, y se convierten en torres de vigilancia que defienden a sus líderes y someten al ciudadano a la presión insoportable de una polarización extremista y ciega, emocional, oprimiendo la racionalidad y las ideas de las personas.
Esta clase de fenómenos no es exclusiva de Argentina, esto es descontado, basta echar un vistazo a lo que ocurre en democracias mucho más asentadas, como la inglesa o la norteamericana, para ver como el partidismo, la demagogia y la polarización pueden llevar a un país al enfrentamiento civil en lugar de conducirle hacia el progreso, la paz, el orden y la libertad, pero esto no es consuelo ni excusa. En este país parece como si los partidos lucrasen de los efectos contrarios a la maldición que sobre ellos hacían recaer las dictaduras pasadas y que, en parte por eso, se confunda cualquier crítica a su funcionamiento, con una crítica a la democracia, un proceso que conduce a dos realidades muy desagradables: la sacralización de los partidos y su sumisión absoluta al dictado de un líder y así hablamos del Radicalismo de tal o cual “líder”, del Peronismo de tal cual otro “líder”, del “Pro” de vaya a saber quién, etc, etc.
Mucha gente piensa que el ideal de que los partidos tengan un funcionamiento democrático y no se rindan al cesarismo de turno es, a la vez, imposible e irrelevante, es decir que los mandatos constitucionales al respecto, que recogen la experiencia de muchos años de funcionamiento de las democracias maduras son un mero brindis al Sol. Para desmentirlo me fijaré en una serie de fenómenos que ocurren de forma casi indefectible cuando los partidos dejan de ser lo que tendrían que ser:
Primero ocurre cuando los partidos se transforman en una especie de empresas con empleados a sueldo en las que el criterio del dueño es lo único que importa. La consecuencia más grave de esto es que los partidos dejan de recoger la opinión ciudadana, se convierten en insensibles frente a toda clase de fenómenos sociales, porque a ellos no les llega la información oportuna, y empiezan a fiar toda su política no en el empeño por resolver problemas sino en las artes que lleven a consolidar su imagen, a mantener un alto porcentaje de voto cautivo. La falta de capilaridad de los partidos los convierte en marcas y en oficinas de imagen al servicio del líder que, además, buscan mucho más el voto basado en la creencia y el dogmatismo que un voto convencido por análisis y buenas razones. Y así los partidos se convierten en fuente de torpezas.
Segunda consecuencia de esta transformación esencial es que los partidos necesitan tomar cada vez más poderes, la prensa, la administración, las universidades, etc. porque tienen que colocar a muchos de sus empleados y porque saben que solo el poder les permitirá doblegar de manera indiscutible la voluntad popular. Como consecuencia de esto, todos los partidos, aun los que se querrían proclamar cultores, defensores de la democracia liberal moderna, se hacen cada vez más estatistas, solo confían en el gasto público creciente, detestan a cualquiera que quiera hacer números y calcular la eficacia de sus medidas, y solo saben manejarse bien con una orgía de gasto indiscriminado que permita la alegría de sus ejecutivos y otorgue a los votantes la sensación de que se hace algo por ellos…
Tercer punto, cuando los partidos llegan a convencerse de su poder ilimitado y convierten la acción política en puro populismo, el populismo no tiene lados no tiene mano, ni “izquierda” ni “derecha” en un sucedáneo burdo de las religiones, de manera que pasean a sus líderes como si fueran santos que van curando las enfermedades de quienes se acercan a ellos, y llegan a creer que una visita de su líder a territorios hostiles tendrá efectos taumatúrgicos, es decir pura magia… hay que esperar al salvador de turno. Todo ello es posible porque los partidos se encierran en una poderosa burbuja de “empleados” (que paga el estado), interesados, subvencionados y medios periodísticos afines que acaban por convertirlos en organismos insensibles a cualquier aspecto de la realidad que no cuadre con sus intereses y, de este modo, se convierten en fuerzas ciegas que no ven sino lo que quieren ver.
La transición, podríamos decir, pudo salir bien porque los partidos no eran todavía lo que son ahora, apenas tenían aparato, eran bastante plurales, lo que facilitaba el acercamiento entre unos y otros a la hora de acordar cosas, y no se dejaban reducir con tanta facilidad (todo esto se cae por un barranco a partir de 1990) como ahora existe, a ser una falange unánime y bien disciplinada que decora con su presencia las apariciones del líder y aplaude con fingido entusiasmo cualquiera de sus palabras, aun las más necias, y de todos los sectores ante “el oponente” se dicen distintos, todos distintos de todos, es decir una “suma cero” y resultan iguales.
Decíamos anteriormente que en la transición se copiaron las instituciones de las democracias maduras y eso se hizo bastante bien, pero los partidos no se pueden copiar porque no son modelos abstractos sino grupos de poder que se van auto organizando conforme a normas muy generales y que no están escritas de manera clara en ningún manual; tienen sus propias tradiciones y una cultura peculiar que podría haber evolucionado en línea con lo deseable en una democracia moderna liberal, pero que ha evolucionado, más bien, en una línea autoritaria nada ajena a nuestra más peculiar tradición política.
Y la pregunta es ¿Tiene todo esto arreglo? Tal vez es fácil ser escéptico, pero hay que tratar de no serlo de usar el escepticismo para evolucionar. ¿Existe una solución? Siempre hay soluciones. La solución solo puede venir de la autocrítica interna, pero claro en todas partes se considera que esa es una medicina es venenosa, o bien de la deserción de los votantes y del intento de forzar a los partidos a abrirse más. Y aquí los casos de la supuesta llamada izquierda y la supuesta llamada derecha y todas las combinaciones que permite la deforme ley de partidos difieren un poco, pero en ambas zonas del espectro persiste todavía un cultivo del cesarismo que debiera ser puesto muy en observación, en cuarentena, como algo virósico y bacterial a la vez. Por el momento, lo que hemos podido ver y vemos es que los partidos surgidos para evitar los defectos de los tradicionales no han podido con ellos (o sólo les importó la oportunidad de jugar y gozar de los beneficios) y han pasado de la promesa de un modelo nuevo, al caudillismo… y, en la práctica, a su desaparición. Con el agregado que los que podríamos decir partidos tradicionales por su involución de hecho han desaparecido también y sólo vemos ritos. ¿Puede haber un resurgir y con visiones a la altura del siglo en que estamos y a la altura de la civilización? Sí puede y debe serlo.
No hay que extrañarse que todo haya sido así hasta ahora, si cuando miramos un poco no sabemos aún si ya termino la Batalla de Caseros, que empezó un 3 de Febrero de 1852 a las 10 de la mañana, duró más de tres horas y se masacraron entre sí 50.000 soldados de ambos bandos, y que determinó de alguna manera la conformación actual de la Nación Argentina… pero… No es raro que haya sido así, pero los fracasos constituyen la mejor enseñanza posible para mejorar, y hay que esperar que los argentinos seamos capaces de una vez de darnos cuenta que algo va mal en nuestro país, en nuestros partidos y por consiguiente en nuestra sociedad como tal. Una Argentina que está sumida en una crisis social, económica y política por sobre todo, grave, muy grave, cuando nuestro bienestar económico no crece al menos desde hace cuarenta años, por más que se recurra a inventos estadísticos parciales, pero que siempre parten del desastre del gobierno de turno y sólo son rebotes de caídas estrepitosas. Y cuando se les da esperanzas a los argentinos en que la democracia podría, puede y debe entregarnos una Argentina mejor, están dando lugar, día a día, a una decepción cada vez más creciente. Preguntarnos qué está pasando es la única manera de conseguir que podamos dejar de estar a la deriva, y eso es responsabilidad de todos, en especial de los miembros, activistas, simpatizantes directos activos de los partidos que quieran hacer política de verdad y no se limiten a esperar el magro reparto de dividendos que dan los estamentos de un Estado permanentemente en decadente crisis, tal vez no casual, pero que pagan con sangre, sudor y lágrimas todos los argentinos de buena voluntad.
“…habría que pensar, habría que pensar sin miedo
Acaso una mirada con la verdad por dentro
podría convencerme que no me estoy vendiendo
que aún tengo una mirada perdida en un espejo
Habría que saberlo, habría que saberlo
Acaso sea mi duda la que me paga el sueldo
acaso la esperanza de darme tiempo a verlo
y andarme yo por dentro sin prisa y sin consuelo
Habría que saberlo, habría que pensar
habría que pensar sin miedo…”
LobosMagazine LM ™ 2023
Editor: José Luis San Román
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