Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre…Y sucedió realmente…
En "Mejor que arder", escrito en 1974, Clarice Lispector cuenta la historia de una mujer llamada Clara que se convierte en monja debido a la presión que recibe de su familia. Muy pronto se revela que la muchacha no está hecha para los hábitos. Más específicamente, el voto de castidad no es para ella. Su cuerpo no puede tolerar la falta de contacto físico con un hombre. Necesita caricias, besos, sudor compartido.
Por Clarice Lispector
Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripes, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.
Clarice Lispector
“… y tú allí, en soledad
Una lluvia muy fina golpea tu cara
Resbala en tu piel y a la vez
Se ilumina un cartel ofreciéndote
Libertad y Sordidez
Todo a un precio que un hombre moderno
Ha de ser capaz de pagar
Una vez que la noche echa a andar
Y echas a andar por la ciudad
Y atraviesas un nuevo canal
Huyes del rojo y azul del neón
Vas en busca de algo que huela distinto al amor
Y si viviera una vez más
Me volvería a equivocar otra vez
Sí, no te quepa duda, oh-oh
Hasta la locura y hasta el dolor…”
Clarice Lispector
Con su estilo seco, la autora de la novela La pasión según G. H. y del libro de cuentos Silencio, entre otras obras, renovó las letras brasileñas.
La escritora ucraniana-brasileña de origen judío Clarice Lispector escribió alguna vez: “Digo lo que tengo que decir sin literatura.”
Su peculiar manera de crear historias, sustentada en la búsqueda de lo esencial, de aquello que late debajo de la superficie, y, por lo tanto, alejada de lo exterior, lo convencional y lo trillado, representó una gran bocanada de aire fresco para las letras brasileñas.
Nacida el 10 de diciembre de 1920 en Chechelnik, Ucrania, su nombre original era Chaya Pinjasovna Lispector, pero al emigrar a Brasil con su familia adoptó el de Clarice.
Cuando aún era niña, Lispector escribió varios cuentos y los envió a la sección infantil del Diario de Pernambuco; sin embargo, fueron rechazados porque, en lugar de narrar algún hecho, describían únicamente sensaciones.
En 1943 salió publicada su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que había escrito a los 19 años y por la que obtuvo el premio Graça Aranha.
Un año después, en plena Segunda Guerra Mundial, viajó a Europa, donde se incorporó como voluntaria al cuerpo de enfermeras de la Fuerza Expedicionaria Brasileña.
En 1960 vio la luz su primer libro de cuentos, Lazos de familia; y en 1963, su novela La pasión según G. H., que escribió en unos cuantos meses y la consagró como una escritora singularísima.
Una noche de 1966, al quedarse dormida con un cigarro encendido, se desató un incendio en su habitación que le ocasionó graves quemaduras en todo el cuerpo. Debió permanecer varios meses hospitalizada y sufrir finalmente la amputación de su mano derecha.
A partir de entonces, Lispector, cuyo cuerpo quedó cubierto con horribles cicatrices y marcas, comenzó a ser presa de recurrentes depresiones. Con todo, no dejó de escribir.
El 9 de diciembre de 1977, no mucho tiempo después de la publicación de su última novela, La hora de la estrella, murió en Río de Janeiro, a los 56 años, a consecuencia de un cáncer de ovario.
Acerca de Lispector, Cristina Peri Rossi, escritora uruguaya y traductora de su libro de cuentos Silencio, escribió: “… prescinde justamente de lo metafórico, de la proliferación de imágenes, para que la literatura sea entonces una investigación de lo interior, y no espejos polivalentes. Un ejemplo de esto es ese relato tan difícil de clasificar: ‘Seco estudio de caballos’. Justamente, el adjetivo es el que mejor define la obra de Clarice y su estilo: seco. Pero esta sequedad no es un límite, sino una virtud: a través de esa renuncia al oropel, a los fastos de la imagen, su obra accede a la profundidad de percepción.”
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