"... es hasta el día de hoy que tengo en el alma ese ruido que escucho hacia mis adentros, ... el que salía del empeine izquierdo de Víctor al golpear la pelota.... " (en Lobos, por los "dorados" 70´)
El ruido que hace una pelota con el empeine del pie izquierdo
Hay ruidos que son fáciles de imitar o de representar: chasquear la lengua contra el paladar, sería copiar el sonido que hace un corcho al salir de la botella; apretar los labios contra el puño apenas abierto, para dejar escapar el aire acumulado en los cachetes, sería emular el escape de un gasesito o de un estruendo, según la intensidad de la fuerza ejercida; se pueden reproducir los graznidos, cloqueos, cacareos, ladridos, maullidos, rugidos y el canto de casi todas las aves; un silbido finito seguido de un ¡¡BUMMM!!, sería como plagiar el recorrido y estallido de una bomba lanzada desde de un avión.
Si nos metemos en las onomatopeyas, es fácil reconocer el ruido de un beso al leer ¡CHUIC!; el sollozo sería un ¡SNIF!; aplaudir con ¡PLAP, PLAP!; un portazo sonaría ¡SLAMP!; el asombro acompañado de una caída hacia atrás ¡PLOP!; es fácilmente reconocible el ¡ATCHIS! del estornudo.
No hay que dejar de mencionar, por lo efectivas, las imitaciones de golpes y puñetazos de la serie televisiva “Batman”, cuando realzaban el dolor que deberían sentir los destinatarios de las trompadas al leer: ¡ÑACATE! ¡PLAF! ¡BLUMM!.
Me he esforzado en buscar un parecido, tanto sonoro como gráfico, al ruido que causa el golpear una pelota con el empeine del pie izquierdo, que debo confesarlo, me fue imposible encontrar una buena semejanza.
Ese ruido seco y potente, que origina la superficie de la zapatilla contra el cuero que rodea la cámara llena de aire de la pelota, es irrepetible.
Y si el que le pegaba hacia arriba, calzándola bien desde abajo era Víctor, les puedo asegurar que no hay sonido que se le parezca. Como tampoco se ha podido copiar el ruido que hacía la pelota al estrellarse contra el suelo, cuando volvía de las alturas alcanzadas con el soberano zapatillazo.
Esa era la clave para empezar a reunirnos en la canchita de tierra que estaba en el baldío de la esquina, todos los sábados.
Desde el primer sonido zapatilla-pelota y pelota-suelo, teníamos que apurar el paso para ir lo más rápido posible, porque los equipos se iban formando por estricto orden de llegada.
Víctor, que vivía en la esquina de enfrente, era el encargado de proveer la pelota, que no siempre era la de él, sino que a veces arreglaba la de algún otro y siempre tenía una apta para toda patada. Se paraba en el centro de la canchita, se arremangaba el pantalón de la pierna izquierda, tomaba la pelota con la mano derecha, la elevaba unos centímetros y en cuanto empezaba a caer la empalmaba con la zurda. La pelota tomaba altura, siempre en línea recta y caía a centímetros de Víctor, que la volvía a agarrar, esperaba un momento y repetía la ceremonia una vez más.
Ya para el segundo intento, empezaban a caer los que vivíamos más cerca: Carlitos Petraglia, que vivía enfrente; yo, a cien metros; los hermanos Juan y José Amado a mitad de cuadra; José Luís San Román en la otra esquina; Gustavo Gangoni a la vuelta. Ubaldo, Nelson y el Negro, hermanos de Víctor Mansilla, ya estaban desde el principio; Cacho Luengo que venía del barrio Las Tosquitas (lo disputábamos, por ser un buen arquero). Pototo y Cuqui Cirone, otra yunta de hermanos.
Había que llegar a tiempo, porque se corría el riesgo de quedar afuera del primer partido y tener que esperar el siguiente. Aunque eso no era lo importante, porque se jugaba toda la tarde del sábado, lo dramático era que iban quedando rezagados los menos dotados técnicamente, por no decir troncos, para no herir sentimientos.
El orden de llegada determinaba en qué equipo nos tocaba jugar. Uno para un lado, el siguiente para el otro. No había forma de acomodarnos. Si llegábamos dos o tres juntos: uno para cada lado.
Partidos como de aquel entonces jamás los volví a jugar. Nuestras edades eran tan disímiles como las cualidades deportivas: Víctor, Ubaldo, Nelson y el Negro, rondaban entre los 30 y 50 años; José Amado y Pototo, tendrían unos 25 y nosotros desde los 11 en adelante. Jamás en un fútbol dividido por categorías podríamos haber jugado juntos. Pero en el potrero de los sábados, todo era viable
Era posible confesar que sí, nos había pegado en la mano, cuando hicimos el gol; que sí, fue penal, porque lo agarré al saltar a cabecear; que sí, estaba afuera, cuando la rechacé; que sí y que sí, porque siempre asumíamos lo que se hacía.
El potrero era, para los mayores, como salir al recreo. Nosotros aún vivíamos sin el apuro de los años y las obligaciones, pero allí, coexistíamos todos en igualdad de condiciones.
Nos imaginábamos percibir el griterío de las tribunas, representadas por los árboles que circundaban uno de los laterales de la cancha (y que cada hoja de las ramas era un hincha fascinado por nuestras conquistas); creíamos ver las cámaras de televisión en las luces de las casas (y escuchar al relator y al comentarista que nos nombraban). Volvíamos cada cual a su casa, ya anocheciendo, acompañado por un periodista imaginario, al cual le contábamos, con lujo de detalles, la jugada polémica o el gol convertido.
Todos esos recuerdos me los llevo conmigo, vaya donde vaya y jamás me abandonarán.
Son los sonidos los que se fueron disipando y confundiendo con el paso de los años.
Pero es hasta el día de hoy que tengo en el alma ese ruido que escucho hacia mis adentros: el que salía del empeine del pie izquierdo de Víctor al golpear una pelota.
Y estoy seguro que si llego a oír desde el afuera algo, mínimamente parecido, voy a salir corriendo hasta la primera esquina que tenga un baldío. Y, con aquella misma ansiedad, quisiera enterarme en cuál de los dos equipos me toca jugar la revancha que siempre nos da la vida.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2017