Muchos años después entendí el mensaje de mi padre. La importancia del otro, la existencia del otro, la interferencia del otro en mis logros.
Decía uno de mis favoritos maestros de la palabra, que sin saberlo, el ser humano compone su vida posiblemente de acuerdo a establecidas supuestas leyes de “la belleza”, de lo que debe ser, de lo esperado, es posible, y esto aún en momentos o situaciones de alguna profunda desesperación… pero… y si no es así?... y si lo que ocurre , simplemente, lo que ocurre necesariamente, eso, lo no esperado, lo inesperado que es? ¿Qué significa? Sino simplemente un deseo, sin explicación alguna seguramente… y lo esperado ¿que es? Es lo que se repite todos los días, es algo sin sonido, algo que está ahí, solo es, ¿y lo que habla es solo la casualidad? Hay mandatos, hay normas, reglas, como si de ciencia se tratase, eso que se puede saber, ¿se debe saber lo que debe querer? ¿quien puede establecer eso? ¿sabe el ser humano que se vive solo una vez? O duda, y no tiene modo de comparar la que vive con sus anteriores vidas, ni encomendarse a sus vidas posteriores ¿puede?... será que, que… tal vez algunas preguntas no tienen respuesta, que son las que determinan posibilidades del ser humano, son las que marcan, trazan fronteras de la existencia. O es más simple, es posible, y como si se hablara de amor, se diga que el amor es el deseo de encontrar a una mitad perdida de nosotros mismos… y tal vez todo sea más simple, ese… solo es, como un gol impensado en un tiempo sin tiempo… infinito, y… sea, que quien busque el infinito que cierre los ojos, que no se explica, solo es, está ahí… como un gol, como un café en la lluvia, como respirar... sin tiempo ni final… - DEL EDITOR -
El Festejo que no llegó
Es un verano seco, la casa es muy fresca gracias a la altura de sus techos. El parque parece inmenso y el pino que eligió mamá ya tiene su forma definida. Las peras están cuajadas y el almácigo de rabanitos pulcramente cuidado. Los días en el campo son muy largos, los amaneceres ruidosos, la luz todo lo inunda.
Mirar atrás, muy atrás y empezar a descubrir los verdaderos cuidados y avatares que transformaron la simiente en la espiga que hoy soy. ¿Será veraz que tuve una infancia hermosa, que me sentí querida, que mis padres eran cobijo seguro? ¿Será cierto que hubo un proyecto de familia que por mi culpa fracasó?
Las imágenes, las anécdotas escuchadas tantas veces, los olores tan presentes dan cuenta de que la privilegiada fantasía no está sola. Hay cuestiones, quizás las muy importantes, que no tengo dudas ocurrieron y ya es tarde para compartirlas con los protagonistas de aquel momento. Mi padre ya no está y la niña triste y culposa por no haberse llamado Gustavo tampoco.
Yo era una pequeña risueña, delgada, atrevida, caprichosa y sobre todo deseosa de ser la preferida de mi padre. El no poder conseguirlo me ha perseguido toda la vida y repetí fatalmente ese anhelo con mi tía, con mi abuela, con compañeros de vida.
Nunca hubo muchas cosas para compartir con mi padre, en realidad siempre fueron dos: el futbol y la vida de campo. Todavía puedo sentir mis pies inquietos sobre los ladrillos gastados de la galería esperando el comienzo de los partidos de Boca. Esos partidos que eran magistralmente relatados en la radio de mi casa. En esos días no importaba la siesta, ni el frío, ni la sequía, ni el precio de los granos en Rosario. Nada podía impedir el ritual de sentarnos juntos a escuchar el partido, un placer casi orgiástico.
Llegó el día del clásico y River estaba haciendo un mejor campeonato, pero mi efímero optimismo sería capaz de mantener contraídos mis músculos durante 90 minutos tratando de generar momentos que pudieran arrancarle a papá su hermosa sonrisa. Al tiempo que tímidamente dejaba ver sus dientes perfectos, sus ojos parecían reírse sin pudor. Gracias a los traslúcidos ojos de mi padre, nada me seduce más que una mirada aniñada, traviesa, cómplice.
Al finalizar el primer tiempo, River ganaba uno a cero; no podía estar pasando, debía ser un infortunio pasajero. Yo trataba de buscar consuelo, y me equivocaba en la estrategia, ¿cómo puede ser que erremos tantos goles? ¿Por qué nos cuesta tanto perforar la defensa? ¿Por qué el partido es tan cortado? ¿El árbitro no cobra todo a favor de ellos?
Mi padre me escuchaba sin interrupciones y luego de varios reclamos infundados de mi parte, me dijo dulcemente: -“Laura, los otros también quieren ganar”-
Quizás los dioses se apiadaron de mí y al comienzo del segundo tiempo empatamos el partido. Pero los últimos 45 minutos fueron todos de River, nuestro juego era miserable, lastimoso, mezquino. El relator repetía una y mil veces que no parecía una buena estrategia que Boca replegara todo el equipo y lo concentrara en los últimos 20 metros, que en algún momento River iba a encontrar el lugar para doblegar al arquero. Yo seguía ilusionada con el empate inmerecido. Cuando sólo faltan un par de minutos para escuchar el pitido final, en un contraataque salido de otro partido, el lateral izquierdo de Boca se despegó del resto y atravesó la cancha casi en soledad. La defensa de River estaba lejos de su arco y un sólo pase fue suficiente para que la radio casi huyera de la concavidad de los viejos ladrillos, Boca hizo su segundo gol y esa fue la última jugada del partido.
Yo estaba extasiada, sentía que ahora sí le estaba dando una alegría inolvidable a mi padre, la suerte había estado con nosotros, el futbol nos regalaba banquetes por fuera de la navidad, permitía burlarnos del adversario sin dar demasiadas explicaciones. Fue uno de esos momentos en los cuales el presagio de la alegría es aún mayor que la realmente vivida. Ya saboreaba el esperado abrazo de mi padre y quizás hasta una subida a sus hombros en búsqueda de mamá para gritarle “ganamos, ganamos”.
Nada de eso ocurrió. Mi padre, con una serenidad austera sólo dijo: - “qué injusticia”. Sentí que una vez más yo no podía darle la alegría que merecía, que la mácula me iba a acompañar por siempre. No recuerdo cómo terminó esa tarde, pero seguramente me fui a dormir temprano y la cama estaba helada.
Muchos años después entendí el mensaje de mi padre, y pude valorar sus enseñanzas de ese domingo. La importancia del otro, la existencia del otro, la interferencia del otro en mis logros. El necesario respeto que debo darle al otro, la imposibilidad de su ausencia y el enriquecimiento de su presencia.
Pero lo que más valoro de ese día, es que mi padre me enseñó que en cualquier situación, por más lúdica que sea, el éxito sólo puede saborearse cuando es fruto de un merecimiento, los premios robados, los logros de pura casualidad, no debieran formar parte de nuestros festejos.
Y lo mejor de todo es que hoy, un día caluroso de primavera, a muchos kilómetros de esa casa, en una cocina pequeña y con poca luz, hoy sí creo que merecí el premio de tener ese papá.
Laura Draghi
Ago 2021, Roque Pérez, Buenos Aires, Argentina
"Respira en cualquier momento
Y olvida
Todo pensamiento
Ay, respira y suelta el lamento
Respira, ven y vuélvete el viento
Cada promesa que el tiempo me trae
Me pone de nuevo a bailar
Nunca me olvido que todo es más fácil
Que quiero aprender a confiar
Alors, alors je respire, respire
Qu'après la pluie
Un nouveau départ… un nuevo comienzo…"
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EDITOR: JOSÉ LUIS SAN ROMÁN
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