Es curioso, y triste, que terminando la segunda década del segundo milenio debamos aún debatir esto. Pero... bueno. Es lo que hay...
Neopopulismos y Neoautoritarismo
Por Ricardo Lafferriere
29 Dic 2019
Kelsen o Schmidtt.
Democracia o dictadura.
Pluralismo u homogeneidad.
Elecciones o movilizaciones.
Democracia o totalitarismo.
Parlamentarismo o liderazgo plebiscitario.
Estado de derecho o estado totalitario.
La polémica de 1931 entre los dos grandes maestros del derecho retumba aún -hoy, renacidas en sus contenidos- en pleno siglo XXI. Sus formas no son puras -no podrían serlo-, pero la impregnación de sus valores se extiende peligrosamente en un mundo que creíamos ya consolidado en el respeto a los derechos de las personas y los límites del poder.
¿Quién define en última instancia los límites del poder? Para el gran maestro socialdemócrata, ícono de los juristas democráticos, debe ser un Tribunal Constitucional, ajeno al sistema político y si es posible conformado por personas comunes. Para el -también- gran maestro alemán, ícono de los autoritarismos desarrollados sobre el esquema conceptual del nazismo (partido al que pertenecía) los límites del poder debe fijarlos el “líder”, como intérprete fiel de las masas de las que surge.
Kelsen ve al Estado como una construcción compleja, como lo son las sociedades modernas, con órganos que entrelazan potestades y límites en cuya base está el ciudadano, concepto que en plano político expresa a las personas.
Schmidtt lo ve como la expresión del “conjunto”, cuyo tácito compromiso con el “bien común” no admite límite alguno a su poder, expresado lisa y llanamente, sin ninguna complejidad, exclusivamente por el líder.
En el primer marco conceptual, las personas son las últimas destinatarias de la organización social. Tienen derechos reconocidos por las leyes, que han dictado ellas a través de los parlamentos que las representan. Allí delegan los derechos del “poder” o el Estado, y reservan aquellas libertades que deciden mantener en su fuero personal, en las que el poder no puede inmiscuirse ni violentar sin perder legitimidad. El pluralismo parlamentario será el marco en el que las sociedades debatan su futuro y el ejercicio del poder, controlado por una justicia imparcial. Las minorías y el respeto a sus derechos es un mandato absoluto y especialmente a la extrema minoría imaginable, la del hombre solo.
En el segundo, lo que importa es el conjunto. Puede ser la nación, una religión, una clase o una ideología -siempre, una abstracción-. Las personas son secundarias y deben subordinarse al poder interpretado y ejecutado por el líder en nombre del “interés general” del conjunto que importa, que debe definir él, y sólo él. Abomina el pluralismo y el parlamentarismo y adhiere fervorosamente al decisionismo. No admite “minorías” ni mucho menos “derechos de la minorías”.
El debate tiene relación con las “grietas”, que no son una propiedad nacional. Se extienden en el mundo, borrando los grises y potenciando los extremos, apoyadas en la concentración de poder y la banalización del debate en gran medida a raíz de la declinación de los partidos políticos y el apoderamiento ciudadano por la interacción en las redes sociales. Éste no está mal, pero suele no advertir que los ciudadanos de pronto carecen de la experiencia de la gestión pública y pueden reaccionar a estímulos primarios, desencadenados por inteligentes campañas masivas mediáticas o por la misma manipulación del funcionamiento de las redes. El escándalo de “Cambridge Analytic” es un ejemplo reciente.
No es una polémica nueva, a pesar de su sublimación intelectual por los dos grandes pensadores del siglo XX. Las realidades históricas nos la muestran atravesando siglos. En momentos de crisis, la reacción instintiva de las mayorías es “que venga alguien a poner orden”. En momentos de bonanza, se imponen en general las visiones plurales, de debates integradores y búsqueda de acuerdos en tono menor. Estas realidades no son sin embargos inexorables. Han existido crisis de las que se ha salido por grandes acuerdos (la más cercana, sin dudas, es la de Alemania luego de su derrota en 1945) y han existido liderazgos que han conducido a sus pueblos a la prosperidad en tiempos de bonanza. El “New Deal” de Roosevelt tal vez pueda acercarse a esta idea.
El gran peligro del parlamentarismo es la posibilidad de su ineficiencia. España nos muestra hoy una gestión provisional desde hace un par de años, imposibilitada de formar gobierno de base parlamentaria. El gran peligro del autoritarismo es la tendencia humana al endiosamiento. Es difícil encontrar Cincinatos modernos, que luego de su ejercicio de la suma del poder por un momento de gravedad nacional y terminado su período, vuelvan a sus granjas sin haber aumentado sus riquezas ni haber pretendido perpetuarse en el poder dictatorial.
La concentración del poder atravesó los límites nacionales. La economía se globalizó con su punta de lanza -las finanzas- ya a fines del siglo XX, y continuó su interrelación con el encadenamiento productivo global. Generó el crecimiento más espectacular de la historia humana, pero a la vez lo hizo buscando sus propios cauces, ante la inexistencia de una política global que la contuviera y encauzara.
Las sociedades nacionales habían construido sus economías sobre sistemas políticos asentados y fuertes -cualquiera fuere su naturaleza- en los que la democratización creciente de los últimos siglos abrió espacios para contener a todos. La sociedad global ha construido su economía con ausencia de la política, que permaneció encerrada en sus límites nacionales. La consecuencia es el mundo de hoy. La riqueza global es gigantesca, pero escapa a cualquier control político. Hipoteca naciones, condiciona gobiernos, impone sus normas y no deja el más mínimo margen para participar de sus cadenas de valor a quien no acepte sus términos. Y potencia la desigualdad a límites obscenos.
En el cruce de todas estas ideas, surgen los populismos. A diferencia de los movimientos reivindicatorios de los siglos XIX y XX, que pugnaron por la distribución de la riqueza pero sobre la base de crearla previamente -tanto capitalismo como socialismo, así como sus diferentes mixturas, compartieron esa necesidad-, los populismos “siglo XXI” han adoptado la forma fácil de los reclamos reivindicatorios simbólicos utilizando para ello la administración del pobrismo y encerrándose aún más en los marcos nacionales.
Confluyen con visiones religiosas integristas, presentes en las principales religiones. No persiguen la respuesta lógica: construir una gobernanza global lo más democrática posible que contenga y encauce a la economía, sino que ante la impotencia para encontrar formas de articulación económica dentro de los marcos nacionales en los que se dan, optan por el atajo de enaltecer axiológicamente la pobreza. Pueden hacerlo por incapacidad técnica -es una posibilidad-. Lamentablemente, la administración del pobrismo es una herramienta más sencilla, conjugándose con la elección de un “enemigo” que permita construir poder y volcar sobre él -como Hitler con los judíos, o antes los jóvenes turcos con los armenios, u hoy en diversos países de Europa con los inmigrantes- una culpa ficticia, cual bíblico “chivo emisario” en el que se depositan todos los males.
Y entra a jugar la verdad o la mentira. Los hechos dejan de serlo, para convertirse sólo en una forma -de muchas- de ver la realidad. La patética práctica política impuesta en los últimos años por el presidente norteamericano a su ejercicio del poder, buscando sortear los límites, defender las “fake news”, inventar un “relato”, difundirlo e incluso creérselo, no es una práctica tan diferente de otras que inventan hechos, sobre ellos desarrollan relatos y sobre esos relatos crean enemigos virtuales que poca relación tienen con los verdaderos problemas que deben enfrentarse.
No es una lucha fácil, como ninguna que se haya dado en la historia en momentos de transición.
Pero hay que darla, en nombre de la humanidad que cree en la libertad, en los valores universales del género humano, en la honestidad, en la necesaria transparencia del poder, en la intangibilidad de los recursos públicos por parte del poder, en la identidad del ser humano con su trabajo, su esfuerzo y su creación. En suma, en el estado de derecho.
Es curioso -y triste- que terminando la segunda década del segundo milenio debamos aún debatir esto. Pero... bueno. Es lo que hay. Esa lucha y ese debate se lo debemos a nuestros hijos y nietos. Es irrenunciable. Y también es curioso y triste que en el fondo, gran parte del problema se reduzca a lograr que los actores de la política sean buenas personas.
Ricardo Lafferriere. Escritor. Abogado. Analista político. Ex Embajador Argentino en España. Político. Ex Senador de La Nación.
Asaltado por los recuerdos de un paraíso perdido,
En su juventud o un sueño, no puede asegurarlo
Encadenado para siempre a un mundo que ya partió
No es suficiente, no es suficiente
Un mundo, un alma
El tiempo pasa, el río corre
Fluyen oscuras y turbulentas hacia un mar empetrolado
Un sombrío indicio de lo que será
Y el silencio habla mucho más fuerte que las palabras,
sobre las promesas rotas…
Sólo entre todos podremos hacer de éste un sitio mejor
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Editor: JOSE LUIS SAN ROMÁN
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