El bien y el mal son categorías aleatorias a elección de los hombres que las construyen y deciden: nada es absoluto, excepto el poder del Estado para decidir sobre la masa.
La maldita herencia de Rousseau: ¿somos todos malos?
Por Javier P. Bódalo
Jean-Jacques Rousseau fue un tipo verdaderamente siniestro. A la historia ha legado títulos presentes en casi todas las bibliotecas, que por suerte han sido más leídos por las solapas que en sus páginas. El Contrato Social, Emilio o el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres son algunos de los más sonados. Fue uno de esos librepensadores a los que hay que admirar, simplemente, por la etiqueta de librepensadores que el mundo les ha otorgado. El suizo, además de abandonar a una muerte segura a sus cinco hijos en los nauseabundos hospicios parisinos de mediados del XVIII, enunció una frase que vino a cambiar la historia de la filosofía: "el hombre es bueno por naturaleza, y es la sociedad quien lo corrompe". Este calvinista, reconvertido a la fe católica, a la que renunciaría pronto (le exigía una bonhomía de la que carecía), vino a afirmar que todos los hombres nacen buenos, puros e inmaculados. Y que la sociedad, la maquinaria cultural, es quien los va destruyendo.
De aquellas ideas se fue impregnando la vieja Europa, contagiada pocos años después por el virus de la Revolución Francesa. No en vano, dos de los grandes genocidas de aquellos días -Marat y Robespierre- fueron discípulos de Rousseau. Todo, desde entonces, puede ser moldeado por la sociedad.
El bien y el mal son categorías aleatorias a elección de los hombres que las construyen y deciden: nada es absoluto, excepto el poder del Estado para decidir sobre la masa. Por ello y a lo largo de casi tres siglos se han ido sucediendo matanzas y purgas, todas ellas en pos del bien común.
¿Quién mejor que los iluminados, sabios y gurús para decidir sobre nuestras vidas? A cada generación le asaltan unos cuantos rousseaus que saben mejor que nosotros mismos qué necesitamos. Llámense jemeres rojos en Camboya o jacobinos negros en Haití; chekistas en Madrid o burócratas en Moscú. Todos ellos venían a salvar al hombre de su entorno y a crear una nueva sociedad en la que todos -quisieran o no- serían felices. Cien millones de muertos después parece que el experimento no funciona demasiado bien. Pero siguen intentándolo.
En los días que nos ha tocado vivir el mensaje de Rousseau está más vivo que nunca. No se puede negar que hay ciertas culturas incompatibles con la libertad, en las que la vida de una mujer o un homosexual valen menos que las del resto. De hecho, no sólo no se niega, sino que soy un firme defensor de esa idea; para proteger nuestra libertad es necesario afirmar que ciertas culturas son contrarias a ella.
Fue precisamente la civilización cristiana, que Occidente llevó a medio mundo, la que acabó con muchas de esas prácticas aberrantes y sentó las bases de gran parte de lo que hoy se conoce como "derechos civiles". Pero eso no da la razón al pensador francófono, pues él sostenía que el mal era externo al hombre, propio de la masa, resultado de la libertad de los demás. Sin embargo, y sin dejar de ser cierto que el hombre respeta menos la propiedad privada, la vida y la libertad en unas culturas (bien acogidas por la progresía, dicho sea de paso) que en otras, no todo es externo. Nunca lo ha sido.
Hay que desterrar el mito de que el mal se debe a los demás. La falsa idea de que el violador abusa de una chica un sábado noche por culpa del oficinista que está en casa viendo la tele. El error conceptual de que un sinvergüenza pega a su mujer porque no le han dado suficientes cursos de género.
La sinrazón de pensar que la que mata a un niño y lo tira a un pozo ha llegado a ese punto por falta de aceptación social. Afirmar que no existe la maldad. Culpar a los demás de todo aquello que unos malnacidos, voluntaria y conscientemente, hacen. Victimizar al autor y culpabilizar a la masa. Creer que usted o yo somos responsables de los pecados de otros.
No. Existe el mal. Hay malas personas. Tenemos delincuentes orgullosos. Cuanto antes aceptemos que el mal es consustancial al ser humano, más fácilmente olvidaremos a Rousseau y encontraremos la raíz del problema.
La sociedad no tiene la culpa de que existan violadores. Pero sí debe evitar que estén en las calles. Y eso no se arregla con cursillos, sino con condenas.
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