Sus ojos azules, remarcados por el maquillaje espeso y colorido, lucían la misma expresividad peligrosa de una adolescente, una veinteañera o una señora, que están digiriendo un engaño.
Pensándolo bien, nunca sabremos cómo funciona realmente el mundo que nos rodea. A veces tomarse las cosas muy en serio puede resultar en tener que andar diciéndole verdades en la cara a otros, tal vez no; y tomarse en serio cosas que son poco serias, puede significar perder la seriedad. Y también a veces se recurre a mentir sino se quiere tomar en serio “locuras” ajenas y transformarse uno mismo en otro de esos “locos”. ¿Qué resultado se obtendría el atacar con algún razonamiento el duro y resbaladizo muro de sentimientos irracionales con los que parece están construidas algunas almas?; almas fugitivas al fin. Supersticiones y escepticismos, que llevan a raras certezas de que las historias que ocurren en la vida tienen un sentido, que pueden significar algo; tal vez siempre es así; que la vida y esas historias dicen siempre algo sobre sí; que van revelando secretos, hacia atrás con recuerdos y hacia adelante como una fuga, como acertijos, dilemas a resolver, una huida hacia adelante, ¿tal vez una huida hacia atrás…?, una huida al fin. Lo que sí es cierto es que estamos rodeados de recuerdos de los que no se puede huir; rodeado por ellos y que empujan hacia adelante… una constante fuga... – DEL EDITOR -
Con el bastón de mando
José Pepe Juliá
Alterar la rutina, como por ejemplo adelantarse diez minutos a lo que hacemos cotidianamente, puede llegar a ser desopilante. Eso me pasó hoy. Llegar antes a la parada del colectivo me cambió el día. No había nadie. Cosa impensada si se llega quince minutos después. La tranquila situación que da tener un sosiego de tiempo, aunque sean minutos, me permitieron ver desde otra óptica toda la estética de la estructura metálica con el banco de madera que algún sabio urbanista se dignó a pergeñar. Me di cuenta que las líneas modernosas que tiene son más artísticas que funcionales. Y como obra de arte que es, se aprecia más desde afuera que desde adentro. La tenue y pegajosa llovizna invernal es más vaporosa y contagiosa debajo del techo parabólico y con su transparencia, el sol veraniego se potencia en calor extra. Debe ser la segunda o la tercera vez que tengo acceso al asiento que me habilita a esperar al 110 cómodamente sentado. Siempre y cuando no se te enganche la presilla de la mochila en los espacios demasiado distanciados que hay entre madera y madera. “Dejate de rezongar como un viejo” me digo. Y dejo para la próxima el reclamo que atañe al color que eligen para decorarlo y a la costumbre de hacer los carteles cada vez más pequeños. Uno ya conoce de memoria la ubicación y las Líneas de colectivos que pasan por la avenida, pero estoy pensando en alguien que por primera vez llega a hasta aquí y tiene que esforzarse para ver el número. “Seguís refunfuñando como un anciano” me recuerda mi otro yo, que dicho sea de paso tiene mi misma edad pero que es por lejos, mucho más calmo y optimista. Sesuda conclusión a la que llegué describiendo una simple parada de colectivos.
Sigo solo y a la espera de mi transporte público. Me inquieta la inmovilidad de la ciudad. Es como la tensa calma que antecede a las tormentas. Una señora mayor dobló por la esquina opuesta a la que estoy sentado. Trabajosamente viene caminando hacia mí. Aunque soy malo para calcular edades desde aquí le doy unos sesenta y pico largos los que ha vivido. Ya llegando a mitad de cuadra le agrego unos seis años más y cuando está a tres metros, al alcance de la miopía que se me instaló de prepo, me convenzo que supera los ochenta.
—Ochenta y cuatro— me sorprende con voz discontinua (supongo por el esfuerzo para llegar) —Antes que me pregunte se lo digo jovencito, porque leo su interrogación por la forma en que se le arquean las cejas— por su seseo musical entiendo que el temblequeo al hablar también es por su dentadura postiza, al parecer dos números más grande que su dentición original.
Sonrío y me corro ofreciéndole espacio en el asiento. En ese instante compruebo su elegancia al vestir, su coquetería al maquillarse, su suavidad al moverse. Cuando se sentó, descubro que de su brazo cuelga un bastón de madera lustrosa disimulado entre la cartera y el chal que le cuelga del cuello. Un bastón común. Antiguo. Su mango en forma de “U” quedó en evidencia al chocar la punta contra el suelo. Tiene bastón y no lo usa. Seguramente le dará vergüenza andar mostrando su endeblez. Al recordar con cuanto esfuerzo caminaba le iba a preguntar por qué no lo usaba. Se anticipó una vez más a contestar. Algo que empezó a preocuparme.
—No es mi bastón. Es de Raúl, fue mi marido por casi cincuenta años—dijo subrayando el “fue”.
—Lo lamento—atiné a balbucear.
—Lo usaba para presumir, tenía apenas un problemita en las rodillas.
Me imaginé cuanto apreciaría ese bastón. Se sentiría acompañada. Apoyada en su soledad. Hasta se me ocurrió que lo empuñaría contra aquel que quisiera sorprenderla en la calle. Al mirarla me pareció que sus ojos se humedecían de amor. El bastón, deduzco, es la continuidad de Raúl en lo que a ella le pudiera quedar de vida.
— No sabe cuánto lo odio— me desubicó.
— ¿Al bastón?
—No ¿Qué tiene que ver el pobrecito? Al que odio es a Raúl…
Y cuando parecía que iba a contar una historia interesante, apareció de la nada la trompa del 110. La ayudé a incorporarse para subir al colectivo. Me pidió que le llevara el bastón hasta conseguir asiento. Todos estaban ocupados. Pagó su boleto y le clavó la mirada a un muchachito sentado en la tercera fila que con auriculares incorporados se hacía el desentendido mirando por la ventanilla. La chica que estaba a su lado se levantó antes, la señora agradeció y se sentó. En ese momento aparezco yo, recién aceptado como pasajero por la máquina, bastón en mano para dejárselo a la viejita.
—A ver querido si le cedés el asiento al señor que tiene bastón—le dijo en voz alta y descaradamente, como para que no queden dudas que era una obligación moral y ciudadana el hecho de cederme el asiento.
Ambigua sensación la que sentí, entre risueña y vergonzosa, cuando el joven contrariado y visiblemente molesto, se paraba cediendo el lugar. Ella se corrió y yo, sintiéndome un “ocupa” me senté a su lado. Le alcancé el bastón y la señora lo ubicó entre los dos asientos. “No te caigas” le dijo con ternura.
— Sepa que él me acompaña desde que Raúl…
Una frenada volvió a interrumpirla.
Al reanudarse el tránsito la viejita mirando por la ventanilla, ajena a mi curiosidad, parecía haber dado por terminado el relato que ni siquiera había comenzado.
— Señora ¿Desde que Raúl…?—le doy el pie para que reanude.
—Ah, perdone usted. Lo que pasa es que me quedé pensando en Enrique.
Le quiero preguntar ¿Quién “cornos” es Enrique?
—Es mi pretendiente— ruborizada y nerviosa se anticipa al interrogatorio — Enrique es tan distinto a Raúl—agrega y vuelve a mirar por la ventana.
—Disculpe mi curiosidad señora pero ¿Cuánto hace que usted es viuda?
— ¿Viuda? ¿Quién le dijo que soy viuda? Separada.
—Perdón yo creía que su Raúl había muerto.
—Se murió para mí. Pero él sigue haciendo de las suyas. Descubrí hace un año que me engañaba con Matilde, una casquivana ocupante del geriátrico. Parece que se enamoró de ella cuando fuimos a visitar al hermano de Raúl. Esta damisela se la pasó haciéndole ojitos desde que lo vio. Yo me di cuenta enseguida pero Raúl me juraba que no pasaba nada. Al tiempo me puso excusas para que no lo acompañara. Decía que a mí me afectaba emocionalmente el lugar y que él se sentía culpable de llevarme a un ambiente desfavorable para mi salud. Lo de siempre. Cuando un hombre quiere mentir utiliza más palabras de las que acostumbra a utilizar. Cuanto más explican, más transparentes se ponen. Él siguió yendo al geriátrico inclusive después de la muerte de su hermano. Yo me enteré al mes por una prima. Él nunca me avisó que había fallecido. Le quise dar otra oportunidad a Raúl y lo seguí. Y bueno, lo encontré haciéndose el galán. Al principio sentí bronca. Después indiferencia. Y por último un deseo incontrolable de venganza.
Sus ojos azules, remarcados por el maquillaje espeso y colorido, lucían la misma expresividad peligrosa de una adolescente, una veinteañera o una señora que están digiriendo un desengaño. Ella con sus ochenta y cuatro años sigue siendo una mujer.
—Lo que más me gustó fue lo de la venganza— dijo y se le iluminó la cara al mirar pícaramente el bastón— El enojo lo dominé enseguida. Hacerme la desentendida me costó un poco.¡¡Ah, pero lo de la venganza!! Esa sí que la disfruté. Y se lo digo en pasado porque hoy, mire usted, justo hoy la doy por terminada.
— ¿En la venganza tiene algo que ver Enrique?— la apuré al ver que había caído en otro bache de hermetismo.
—¡¡No!! Enrique apareció después. Mi primer desquite, por supuesto, fue echarlo de casa. Y el desgraciado se consiguió un lugar en el geriátrico, “Cerca de Matilde” me dijo. La segunda parte de mi venganza fue más efectiva. Me apoderé de lo único rígido que le quedaba a Raúl: el bastón. Y para hacérsela más difícil, en un descuido, antes que cierre la valija le saqué la dentadura. A la casquivana no la iba a mordisquear como me mordisqueaba a mí. Cuando apareció Enrique, que no necesita bastón, usted me entiende ¿no? decidí devolvérselo y a la dentadura también. Es la que llevo puesta ahora. Quiero tener el dominio de sus dientes el mayor tiempo posible. Acá en la cartera tengo los míos. En cuanto llegue al geriátrico le entrego el bastón de mando y sus colmillos también— y largó una carcajada que le desacomodó el aparato bucal, al tal punto que casi se le escurre de la boca.
No sabía si reírme por la escena burlesca, tirando a bizarra o disimular seriedad solemne por la historia.
—Muchachito, fue un placer viajar con usted. Yo me bajo en la próxima, me deshago del armatoste y no lo digo por el bastón, sino por Raúl y me vuelvo. Ahora tengo el brazo de Enrique que me sostiene.
Se levantó y se negó a que la ayudara. Mientras apretaba el timbre anunciando que su viaje terminaba me susurró — Usted es atractivo. Eso no le da derecho a engañar a su novia, su mujer, su pareja o lo que fuere. Nosotras siempre estamos un pasito adelante y lo sabemos todo. Los hombres son todos predecibles. Tómelo como un consejo de mujer mayor, desengañada y vengativa.
Se bajó con esfuerzo. La ayudó alguien que también descendía.
Ya en la vereda me saludó y con desfatachez me guiñó un ojo. Supongo que ella dio por terminado este encuentro. Le tendría que haber preguntado su nombre. Sé que mañana por más que venga diez minutos antes, no aparecerá doblando la esquina. Habrá borrado de su memoria el trayecto que la lleva hasta el geriátrico.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
“Un juramento que fue promesa fugitiva
Labios divinos que yo bese.
Solo quedo de la tarde de tú juramento
La fugitiva sensación de un beso que no ha de volver
La fugitiva sensación de un beso largo que huye
La fugitiva sensación de un beso largo que se me escapo…”
LobosMagazine 2018
EDITOR: JOSÉ LUIS SAN ROMÁN