¿Te acordás cuando fue la primera vez que nos sentamos a tomar cerveza negra con maníes? ¿Te olvidaste? Yo no. Nos agarramos una borrachera en lo de Ferrarese..
En boca cerrada…
por José Pepe Juliá
Se sorprendió al levantar la vista y verla a unos cuantos metros de distancia. Fueron dos las sorpresas. Una, encontrarla después de casi treinta años y la otra, de poder reconocerla entre tanta gente. Habían coincidido en la feria artesanal de una plaza ajena a los dos. Aunque no difería en mucho de la “Plaza 1810”de su Lobos natal, allá por los ´80. Las palmeras y el sol eran casi los mismos. Ellos cargaban con los desdibujados contornos de lo que fueron. Aunque ella mantenía casi impecable su figura femenina, su cabello rubio y su sonrisa. A decir verdad, la boca de esa mujer es la que ha perdurado en su memoria como lo más destacado de su presencia. Desde la época de primaria formativa hasta secundaria explicativa. Labios bien delineados permanentemente humedecidos por la insistencia de su dueña de pasar la punta de la lengua desde una comisura a la otra. Desde chicos mantenían una complicidad inocente que se fue convirtiendo en peligrosa al llegar los tiempos de las explosiones hormonales. Cree que ella siempre tuvo en claro dónde estaba la línea que delimitaba la amistad con el amor. Algo que nunca pudo percibir él. Recuerda los momentos de adrenalina que compartían al poner en práctica alguna travesura o algún complot como esconderle las tizas a la maestra en la niñez o para escaparse de las clases de Química en la adolescencia.
Él siempre estaba a la expectativa de captar una muestra o un guiño de parte de ella para ser más que amigos. Nunca la encontró. Tanto era el apego de uno hacia el otro que compartían los gritos de gol o las prácticas de un curso de cocina. La forma tan elocuente de expresarse de ella, contrastaba con la pasividad manifiesta de él.
Si le preguntaran que es lo que más le atrae de ella, él dirá sin ningún tipo de dudas: Su boca. Lo demás es secundario. Quizá porque lo demás ya lo da por conocido. Su cabello, de algún tirón de pelo o de algún acomodo del flequillo para que luciera más linda. Sus manos, de cruzar la calle o ayudarla a subir a un lugar prohibido. Sus brazos al codearse para ponerse de acuerdo o al abrazarse en alguna despedida. Su cintura o su espalda, al bailar en alguna salida nocturna. Sus piernas, al masajearlas después de algún maratón de los que eran asiduos participantes. Sus redondeces, con algún cuidadoso descuido, medio en broma medio en serio. Después del exhaustivo inventario, corroboró que esa boca seguía inexpugnable. Lo más cerca que estuvo de ella fue con los besos de encuentros o despedidas. Mejilla o frente. O cuando le susurraba algún secreto en el oído.
La boca de su amiga fue siempre el obsesivo lugar a conquistar. En las pocas oportunidades en que se propuso arrebatarle un beso y decirle de una buena vez que sin ella no podría seguir respirando, se encontraba con su yo interior que lo frenaba y le preguntaba “¿Y si te dice que no?”. Ante la posibilidad de perder lo mucho que tenía por ganar se esperanzaba en que en algún momento sería ella la que arrebatara ese beso huidizo y clandestino.
Se le derrumbó la existencia cuando de un día para el otro, ella le dijo que le gustaba un chico. “¿Quién es?” Fue el principio del fin. “Ignacio” respondió ella. El mejor amigo de él. Y terminó de desmoronarse cuando días después los vio besarse en la puerta de la casa.
Su naufragio sentimental lo obligó a aferrarse al primer bote salvavidas para no morir ahogado en sus propias lágrimas. Otra boca se encargó de hacerle respiración artificial.
¿Cuándo y cómo fue que pasaron treinta años? El tiempo se detuvo para él desde que ella se mudó a Mendoza. Los dos con veinte recién cumplidos por aquel entonces. Ella ya se había peleado con Ignacio. Él seguía buscando botes salvavidas.
Se hizo espacio para acercarse entre el gentío que colmaba la plaza sin perderla de vista. Al cruzarse las miradas fue ella quien tomó la iniciativa y lo llamó por su nombre. Él se sacó de encima al artesano que quería venderle un tapiz tan bien hecho como innecesario y se abrazaron como estrujando el tiempo sin verse.
La invitó a la única mesa libre que quedaba en el puesto de comidas. Se ubicaron uno al lado del otro, como acostumbraban a sentarse para estar más cerca. Le ordenó en forma de pregunta al muchacho que atendía “¿Dos cervezas negras? Sí. Dos cervezas negras y un plato de maníes”, afirmó sin esperar a que ella aceptara. Su sonrisa, que no perdió el brillo ni el encanto, le confirmaba que esos gustos tampoco se habían extraviado.
Y la memoria de ella tampoco.
— ¿Te acordás cuando fue la primera vez que nos sentamos a tomar cerveza negra con maníes?
—No— mintió. Pero no sabía mentir. Ella comprobó que él aún seguía escondiendo sentimientos.
— ¿Te olvidaste? Yo no. Nos agarramos una borrachera en lo de Ferrarese.
Él lo recordaba como si fuese ayer. Los dos escapándose de la pesada profesora de Química. Tomando cerveza negra, para diferenciarse del resto. Típico acto de arriesgada rebeldía estudiantil. Los maníes para incentivar la sed. Ella más mareada que él jugando a seductora. Con su boca rozando la suya. Maldijo haber sido tan caballero y no aprovecharse de la situación. Algo que ella agradeció, ya con la mente despejada a la mañana siguiente en el aula del secundario.
En diez minutos que tardó en llegar el pedido, se pusieron al día. Se confesaron sus frustrados matrimonios. Se babearon con la descripción de sus hijos, hoy ya mujeres y hombres como ellos. Se despacharon contra la situación del país en las últimas décadas. La cerveza no era la negra de aquellos años, ahora es tipo Stout y los maníes hoy se impregnan con sal aromatizada al tomillo. Cambios aptos a los días que corren. Llegó la segunda botella y se estrecharon los temas. Pasaron a ser los únicos protagonistas. Mirándose a los ojos como queriendo desandar esos casi treinta años. Con el uniforme, con las mochilas y con el desorden hormonal a cuestas.
— ¿Te arrepentiste de algo en todo este tiempo?— le preguntó ella.
—Sí— contestó. Nunca supo de dónde sacó el coraje para sostenerle la mirada. En esas dos letras sintetizó la orfandad de su vocabulario cuando ella está cerca.
—De una sola cosa me arrepiento a esta altura de mi vida— Se lo dijo tomando impulso. Hizo una pausa. Astuta y estratégica. Intuyó que ella algo sospechaba cuando se humedeció los labios con la punta de su lengua de lado a lado de la boca. Como en aquellos años en que la vida les quedaba grande.
— ¿De qué?— tímida pregunta hecha con doble intención.
— De no robarte hace veintipico de años atrás este beso que te robo ahora.
Y se dejó llevar. Le invadió la boca. Le saqueó un beso. Torpemente. Apuradamente. Un beso tipo kamikaze. Sin aviso de retorno y hasta las últimas consecuencias. Ella lo acompañó en la aventura. Ahora son dos los que se dejan llevar. No les importa el lugar ni el tiempo perdido.
Confundidos y aturdidos comprobaron que los besos no tienen fecha de vencimiento.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
“No soy de la estirpe de ese cazador
Que probó la sangre y le gustó el sabor
No puedo demostrar valor
Tampoco gran puntería
No tengo proezas de conquistador
No tengo certezas como pensador
No entiendo nada de un motor
No soy de esa cofradía”
LobosMagazine 2018