Los miembros de las sociedades contemporáneas suponen que el Estado, ya sea nacional, provincial o municipal debe ponerse a su servicio, por cualquier capricho.
Se puede decir que es muy probable que usted pertenezca a una familia en la que, desde la más tierna infancia, sus padres, abuelos y familiares le educaron en una serie de convenciones morales y éticas, algunas de ellas bastante elementales, por cierto, tales como que no se debía abusar de los demás, que estaba mal agredir o pelearse, y menos aún hacerlo con personas manifiestamente más débiles. Y tal vez, incluso, le enseñaran que la violencia de cualquier tipo, no sólo física, sino también verbal, contrariamente a lo que un niño pudiera creer, no te colocaba por encima de los demás sino justo lo contrario: te degradaba.
Por cierto que era bastante difícil siendo muy joven asumir por completo esas enseñanzas, sobre todo en la escuela, sin el amparo de la familia, rodeado de desafiantes competidores, que buscaban destacar sobre los demás, erigirse en líderes dominantes o, simplemente, colocarse los primeros en la cadena alimenticia de una selva infantil. También es cierto que muchas veces se fracasaba porque resultaba imposible reprimir el insulto ante una provocación o no recurrir al uso de la fuerza cuando algún chico te soltaba un buen golpe durante una discusión. Sin embargo, los mayores insistían. Y así, perseverando, madurabas y desarrollabas un mayor autocontrol. Ya de adulto, eras tú quien transmitías esas mismas convenciones a tus hijos, que a su vez tenían que asumirlas e intentar salir indemnes de sus particulares selvas infantiles.
Padres inseguros, agresivos, paranoicos
Podemos describir una anécdota universal de estos tiempos:
“Un cierto director de escuela secundaria, no se imaginaba que cierto día iba a resultarle una pesadilla. Habiendo observado la distracción, el desinterés, desapego y en cierto modo una cierta irresponsabilidad de los alumnos, decide vedar el uso de teléfonos celulares durante el horario escolar. Resultó que a raíz de su medida, se presentaron varios padres en el establecimiento, irritados ya por las malas calificaciones de sus hijos en los últimos exámenes; y ahora esto! Vieron desbordada su paciencia, ya que en aplicación de la norma dispuesta, algún profesor retiró los teléfonos celulares a sus pequeños retoños.
Sin ningún tipo de oportunidad ni tiempo para argumentar o exponer razones, el director y el profesor fueron agarrados en el mismo pasillo del instituto y golpeados con furia. Resultado: ingreso en el hospital donde les diagnosticaron heridas que tardarían al menos dos semanas en recuperarse, y teniendo que regresar al centro escolar escoltados por la policía”.
Esta anécdota/descripción que si bien es ficticia, describe una situación lamentablemente muy común y la similitud de ella con hechos de la realidad es una inexorable coincidencia de hechos reales no producto de la casualidad
Estos hechos ocurren en todas partes. Estas agresiones no se limitan solamente al ámbito de la escuela. La actitud violenta de los padres también se muestra en los deportes infantiles. No es infrecuente que árbitros de fútbol sean golpeados por padres de jugadores infantiles o adolescentes.
Muchos padres actuales se enfurecen con cualquier persona o hecho que, a su juicio, pudiera perturbar la felicidad de sus hijos.
Estas historias constituirían meras anécdotas si no fuera porque reflejan una actitud demasiado extendida aunque, por suerte, sólo en raras ocasiones desemboca en violencia física, pero ocurre: muchos padres actuales se enfurecen, se convierten en verdaderos tigres, con cualquier persona o hecho que, a su juicio, pudiera perturbar la felicidad de sus hijos. No toleran que nadie ajeno los reprenda, les imponga cierta disciplina o, simplemente, “les lleve la contra”, según ellos obviamente. Responsabilidad cero… y contando.
Y, sin embargo, con sus hijos se comportan como corderitos: les consienten todo, difícilmente ponen normas, permiten todos los caprichos. Olvidan que la maduración requiere cumplir normas y aprender a gestionar la frustración y la adversidad. Se diría que, hoy día, son los padres quienes buscan la aprobación de sus hijos, no al revés.
Una radical ruptura con el pasado
Estas actitudes implican un cambio radical con respecto al pasado. Hace décadas, la responsabilidad por los menores se repartía, en cierta medida, entre toda la comunidad. Los padres sentían cierta tranquilidad al saber que, si algún problema ocurría a su hijo, siempre habría un adulto que le ayudaría. O, cuando un adulto desconocido reñía a un niño por una mala acción, el pequeño aprendía una lección que posteriormente sus padres reforzaban.
En el pasado, los adultos mantenían ciertas reglas de conducta comunes, confianza entre ellos y un acuerdo implícito de ayuda mutua con los hijos.
Los adultos, aunque no se conocieran, mantenían ciertas reglas de conducta comunes, confianza entre ellos, un acuerdo implícito de ayuda mutua con los hijos y de responsabilidad por la comunidad. Fueron precisamente la confianza y el acuerdo los que quebraron en un determinado momento. Como ya no se fían de nadie, demasiados padres no admiten hoy que alguien ajeno ayude a sus hijos; mucho menos que los reprenda por una mala acción.
En comparación con el pasado, muchos padres actuales se sienten desorientados. Consideran que las reglas y los castigos son necesarios, en términos generales, pero frecuentemente exigen que se haga una excepción cuando debe aplicarse precisamente a sus hijos. Inventan, para ello, todo tipo de excusas y justificaciones. Y no se trata de argumentar que son los tiempos modernos en que vivimos, no. No es así. Simplemente es eludir responsabilidades.
Muchos padres actuales perciben la educación de los hijos como un problema muy complejo, al contrario que sus antepasados para los que resultaba una tarea relativamente sencilla.
Perciben la educación de los hijos, incluso las relaciones familiares, como problemas muy complejos para los que suelen sentirse incapaces de dar una respuesta. Justo al contrario que sus antepasados, para quienes todo esto resultaba una tarea relativamente sencilla y cotidiana. ¿Cómo se produjo tan enorme cambio?
La expansión de la cultura terapéutica
En los años 60 y 70 del siglo XX aparecen corrientes de pensamiento que ensalzan las emociones, la supremacía de los sentimientos sobre la razón, la importancia del “crecimiento personal“, de la felicidad inmediata a cualquier precio. Y en este ambiente surge lo que vino a denominarse la Cultura Terapéutica, la idea de que las personas son frágiles, tendientes al fracaso por baja autoestima, incapaces de gestionar sus sentimientos, o sus relaciones privadas, sin la ayuda de un experto.
La cultura terapéutica puso en duda la capacidad de los padres para educar a sus hijos sin asesoramiento profesional.
Así, como resultado, esta corriente puso en duda la capacidad de los padres para educar a sus hijos sin asesoramiento profesional, algo que, junto con la legislación que inspiró, contribuyó a erosionar todavía más la autoridad paterna. También menoscabó esos lazos espontáneos de relación y ayuda mutua, como la amistad o la vecindad.
Y se llegó a una situación donde en lugar de buscar un equilibrio acorde a los nuevos tiempos, muchos padres intentaron hacerse “amigos” de sus hijos, se volvieron demasiado permisivos, mejor dicho dejando de lado todo tipo de responsabilidad, y atendiendo a la difundida creencia de que la autoestima y la felicidad eran cruciales para su hijo, hicieron todo lo posible para proporcionársela. De ninguna manera permitirían que alguien se interpusiera en su camino hacia este objetivo, ya fuera un maestro que calificaba con baja puntuación, un árbitro que conducía a su hijo a la terrible frustración de perder un partido de fútbol, o un vecino que le reprendía una mala acción.
Así, los lazos de confianza, de ayuda mutua en la comunidad, saltaron por los aires: “no tolero que nadie contraríe a mi hijo… ni siquiera yo“, podía haber sido el lema.
El imperio del miedo
Pero también contribuyó a la ruptura de la confianza entre adultos esa cultura del miedo que azota Occidente desde hace décadas. Un infundado temor por la seguridad física de los hijos se extendió entre la mayoría de los padres. Se recogen en distintas encuestas datos donde la mayoría de padres describen una imagen del mundo completamente hostil para sus hijos, utilizando palabras como “asustados” o “aterrorizados” al definir sus sentimientos cuando sus hijos se encuentran fuera de casa.
Los padres estaban convencidos de que los peligros para los niños habían aumentado extraordinariamente, a pesar de que los datos objetivos indicaban lo contrario.
En otra encuesta, los padres se mostraban convencidos de que los peligros para los niños habían aumentado extraordinariamente en los últimos 20 años, a pesar de que los datos objetivos indicaban justamente lo contrario. La mayoría de los sondeos reflejaban el mismo fenómeno: los miedos de los padres eran infundados, exagerados. Eso, sí, infundidos a través de los medios de comunicación por el poder y por grupos interesados.
Como resultado, que este generalizado temor a menoscabado gravemente la confianza en los demás y en las estructuras comunitarias, al generar una actitud cercana a la paranoia. Cualquier vecino, cualquier conocido, cualquier adulto que pasea por la calle o el parque puede ser un asesino, un secuestrador, un pederasta. El más inocente gesto de simpatía de un adulto desconocido hacia un niño levanta fácilmente sospechas.
Los adultos tienden a evitar el acercamiento bienintencionado a los niños ajenos pues su gesto de buena voluntad será fácilmente malinterpretado.
Se observa los adultos tienden a evitar el acercamiento a los niños ajenos, sea para ayudarlos, reprenderlos o protegerlos pues su gesto de buena voluntad será muy probablemente malinterpretado en una sociedad paranoica, donde la sospecha y el mal pensar están profundamente instalados en el imaginario colectivo.
En consecuencia, la acción de ciertos expertos y políticos poniendo en duda la capacidad de la gente para gestionar sus propios sentimientos, sus relaciones familiares, mientras otros generaban miedos infundados y sospechas hacia sus conciudadanos, son fenómenos que no sólo contribuyeron a destruir la confianza, las relaciones familiares o comunitarias de apoyo mutuo. También socavaron las bases de una sociedad civil fuerte, madura y organizada, capaz de poner coto a la expansión del poder político.
Y adonde llegamos? Que los habitantes de las ciudades, ya sea grandes o chicas, “sólo quieren divertirse”… es así? O sólo fingir que todo está bien?. En el imperio de lo efímero y lo fugaz, donde no se respeta La Historia y la Tradición, donde prima la ignorancia; el distanciamiento con el legado ideológico y político de los antepasados, de los fundadores, sea cual fuere, es total.
Habría que detenerse a pensar, no cree?
Era como la primavera…
Entonces el escenario queda planteado. Y de la forma más perversa posible. Los miembros de las sociedades contemporáneas suponen que el Estado, ya sea nacional, provincial o municipal debe ponerse a su servicio, por cualquier capricho. Y sin ánimo de entrar en enfoques conspiranoicos, quienes detentan el poder de turno, optan por generar artificialmente esas mismas necesidades que los ciudadanos rebaño creen requerir. Aunque sea una excusa de fiestita estudiantil.
¿Qué sucede con los ciudadanos? Pues, como bebés chapoteando en un líquido amniótico, embriagador, anestesiante, las personas eligen y consumen por instinto, ignorantes en la inmensa mayoría de los casos, de todas las herramientas y recursos destinados a generar esas mismas elecciones. Así vemos como legiones de especialistas analizan los aspectos más diversos del “alma humana”, se utilizan colores, sonidos, sabores y texturas, (y por qué no la sonrisa del ignorante de turno a cargo del gobierno de la ciudad), para atraer al gran público.
¿Las consecuencias? No es difícil imaginarlas, ya que mientras los ciudadanos rebaño, dedican su tiempo al disfrute vacío y a la persecución vana de necesidades irrelevantes, tenemos que quienes reparten los naipes se relamen y frotan las manos y pueden dar rienda suelta a sus más complejos y alucinados diseños políticos.
El infantilismo social imperante dibuja el perfecto escenario en el que muchos padres se sienten desbordados por sus hijos, que ven y sienten frágiles y necesitados de protección. Vemos que muchos, muchísimos maestros carecen de autoridad, ya sea por la presión social, por la institucional, por la familiar (aquí habría de redefinir el concepto de familia), o por dejadez propia. Fuera de la familia y de la escuela espera un escaparate mediático en donde las emociones son un constante ejercicio de compraventa de audiencias y deseos, en el que el esfuerzo sólo se vende en la sonrisa de los vencedores.
“Madre, ¿debo construir el muro?
Madre, ¿debo postularme a presidente?
Madre, ¿debo confiar en el gobierno?
Madre, ¿me pondrán en la línea de fuego?
¿es esto una pérdida de tiempo?
Calla ahora, bebé, bebé, no llores
Mamá volverá realidad todas tus pesadillas,
Mamá inculcará todos sus miedos en ti,
Mamá va a retenerte aquí, bajo su ala,
No te dejará volar, pero te permitirá cantar
Mamá mantendrá a su niño tranquilo y calentito
Oh bebé, oh bebé, oh bebé
Por supuesto mamá ayudará a construir el muro…”
LobosMagazine 2018