Cuando El Jefe lo llamaba y le decía "tengo un trabajo para vos Romerito", era porque se trataba de algo grande.
“Senador… para que pueda dormir tranquilo, le contestaré ahora,
Mi oferta es esta, Nada…”
A veces Romero... a veces Romerito
José Pepe Juliá
La música de la banda de sonido de la película El Padrino inundó el silencio de la habitación. Apenas los rayos de sol se colaban por las hendijas de la cortina mal cerrada.
— ¿Hola?— atendió con una pregunta que ya tenía respuesta. Ese ringtone es el que identificaba las llamadas del Jefe Máximo.
—Tengo un trabajo para vos Romerito— resonó en su celular de última generación.
Se sentó en la cama de un salto, sacudió la cabeza para terminar de despertarse y encendió el velador. Cada vez que el Jefe le decía Romerito, era porque el trabajo tenía su importancia. Si le decía “tengo un trabajito para vos Romero”, significaba menos esfuerzo. Por eso le prestaba mucha atención a la ubicación del diminutivo. Se desparramó hasta la mesita de luz y abriendo grotescamente el cajón manoteó la lapicera y la libreta con hojas engarzadas con un resorte estirado de las tantas veces que se fue enganchando en el tornillo que sobresalía en el interior del cajón.
Anotaba a medida que la voz mandona le marcaba los detalles del trabajo. Cuando cortó la comunicación, repasó lo escrito y sonrió nervioso. No se le había escapado ningún dato.
Este no sería un trabajo más. Se lo había remarcado el Jefe antes de desearle los buenos días en forma casi paternal. La promesa de una retribución extra, si todo salía bien, así lo ameritaba.
Cuando se calzó las pantuflas con formas de conejos pensó que ya era hora de dejarse de chiquilinadas. Hacía tiempo que quería cambiarlas por otras de color azul o negras, como usan las personas sensatas, se dijo. Estirando sus largos brazos flacos se desperezó y el bostezo casi le hace descarrilar la mandíbula. Se incorporó y los músculos de las piernas le pasaron factura por el esfuerzo que tienen que realizar todos los jueves en la cancha de césped sintético en el desafío al hockey con sus amigos. Llegar al baño le costó más de debido. Se afeitó y duchó en los exactos 15 minutos que se propone como un desafío diario de los muchos que tiene durante la jornada. Para ejercitar la templanza y la seguridad de sí mismo. En remera y bermudas, taza de café en mano, se para frente al modular y toca un botón escondido en uno de sus bordes. Se desliza el estante de la cristalería y deja al descubierto tres escaparates con un surtido de armas cortas. Bebe el último sorbo de café y ya con las manos libres se dedica a elegir el arma apropiada. Es parte del trabajo. La mejor parte, según él. Toma una Beretta 92 y la empuña estirando el brazo. La coloca nuevamente en su lugar y se apodera de una Glock 9 milímetros. Es más liviana que la primera. Se la acerca a la nariz y la huele entrecerrando los ojos. La mezcla entre metal y pólvora le recuerda que esa fue la última pistola usada hace un par de semanas atrás. La volvió a colocar en su lugar. “Te doy descanso” le susurró. A la Smith & Wesson MP 9 la salteó. Sus dedos acariciaron la Springfield Armony calibre 45. La consideró demasiada voluminosa para esta ocasión. Volvió a mirar a la Smith y delicadamente la tomó entre sus manos. La alejó y a la distancia de sus brazos, la aprobó. Tomó del estante inferior el silenciador que le correspondía y lo fue enroscando. Despacio. Con amor y alevosía. El ruido de los metales al rozarse mientras se unían lo llevaban al éxtasis. El mismo que siente después de realizar un trabajo y que lo lleva a la paz del sillón de la sala saboreando un puro y paladeando un coñac.
El martes es el día indicado. Memorizar el “teatro de operaciones” sin dejar pistas sueltas, para que nadie ate cabos. Hay que estar antes de las 9 de la mañana, para encontrar la ubicación ya estudiada minuciosamente. Visualizar el objetivo sin ningún tipo de dudas. No es cuestión de equivocar el blanco. Realizar el encargo y desaparecer sin llamar la atención. Todas pautas de trabajo que él ya asume como sabidas. Solo tiene que memorizar el recorrido para llegar a la dirección correcta. Hasta Comodoro Py no había llegado nunca.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
“No dejó tiempo para arrepentimiento,
Mantuvo su pico mojado, y
Con su apuesta segura de siempre…”
LobosMagazine 2018