Habrá algo más frustrante, incómodo y angustiante para todo aquel que pateó alguna vez una pelota de fútbol, que de pronto todo estalle y que ya no esté ese elemento fundamental en medio de un partido?
La Pulpa que la parió
José Pepe Juliá
Plena tarde de verano. Los torsos desgarbados de los que muy pronto dejarán de ser chicos para convertirse en adolescentes, lucen brillantes por el sudor.
—El picado está de lo mejor— dijo Gabriel, el más prolijo en su apariencia por ser el menos sacrificado. Él es el encargado de la creatividad futbolística de su equipo. Jamás se le hubiese ocurrido disputar esa pelota con tanta rusticidad, como lo estaban haciendo Mauricio y Lucas.
— ¡Trátenla más despacio! ¡Animales!— les gritaba.
Seguramente esa habrá sido la última palabra que escuchó el sufrido balón.
Después de una rara parábola salió disparado hacia el lugar menos indicado. El más peligroso de toda la cancha. Y sucedió lo peor.
La última pelota de cuero disponible se suicidó contra el alambre de púas.
Quizás por el mal trato de la mayoría de los presentes o porque admitió que su vida útil ya había cumplido su ciclo. La pronunciada joroba, originada por el mal arreglo de alguna pinchadura anterior, se notaba a simple vista. Y eso seguramente la llenaba de vergüenza. Los piques irregulares distaban mucho de aquellos en los cuales su redondez la hacía brillar en las tardes y la convertía en la estrella del potrero.
Se culpaban uno al otro, los chiquilines ávidos de derrochar energías en el mejor lugar del Barrio. El “Fuiste vos”; “¡¡Yo!! Yo no”; “Fue Ezequiel”; “Tomátelas, fue Lucas”; “Rebotó en los dos”. Ninguno se hizo cargo de esa muerte anunciada en cada voltereta descoordinada.
No hay nada más incómodo y angustiante para todo aquel que pateó alguna vez una pelota, como quedarse sin ese esencial elemento en medio de un partido.
Sin pelota los minutos se convierten en interminables instantes desperdiciados en correr detrás de ella.
Desparramados a la sombra de los paraísos, se preguntaban quien podría arrimar por lo menos algo medianamente redondo y con rebote para terminar la tarde como corresponde a esa corta edad: Sudando y raspándose las rodillas en el duro y pelado piso del potrero.
Lucas propuso ovillar las medias que podrían juntar entre todos, sin que las madres o abuelas se dieran cuenta. Opción que descartaron porque eso ya había pasado hace unos meses.
Mauricio quiso organizar una colecta, pero las pocas monedas reunidas, dieron por clausurada la idea.
Se negaban a retirarse de la cancha tan temprano. Faltaba mucha tarde como para tener que regresar a casa y correr el riesgo de que sus madres los convirtieran en changuitos de supermercado para algún mandado de último momento.
Y como no aparecía una idea creativa y efectiva, perdido por perdido, se ofreció Gabriel para ir a buscar en el galpón de la casa de su abuelo alguna pelota que dijo haber visto en alguna oportunidad para sustituir a la que se había llevado por delante el afilado alambre de púas.
Al rato apareció con una de goma, de reducidas dimensiones que al hacerla picar se elevaba como cinco veces la altura del más alto del grupo.
Con un entusiasmo desmedido se adueñaron nuevamente de la cancha para reanudar el partido.
El primer inconveniente era tomarle la mano al pequeño tamaño de su circunferencia. El siguiente era adaptarse a la caprichosa vida propia de la diminuta esfera saltimbanqui.
Caprichosa y agresiva.
El primero que tomó nota de ello fue Francisco que recibió su gomosa superficie en una de sus nalgas, dejándole una mancha rojiza y picante. Nunca más interpuso su cuerpo a otro pelotazo.
Ezequiel fue el siguiente al impedir un gol, cuando sus manos se volvieron extremadamente ardorosas. Después de ese encontronazo con la de goma no quiso volver al arco argumentando una torcedura inexistente en uno de sus dedos.
A Lucas la redondez de la saltarina esfera de goma, le quedó marcada en un brazo. Además de dolerle un montón, según le contó en voz baja a Mauricio, le cobraron la infracción porque desvió a propósito la trayectoria de lo que podía ser un gol.
El pómulo derecho de Gabriel fue el destino final de un centro pasado de violencia que mandó Diego. Se leía nítidamente el nombre de la pelota en forma invertida enmarcada en un perfecto rombo que tardó en desaparecer.
El lugar elegido por la saltarina e hiriente bola de goma para dejar su sello fue la destacada nariz de Matías. Luego de rebotar en alguien se incrustó en sus fosas nasales.
—¡¡La pinchó!!!— gritó Diego despertando las carcajadas de los demás.
Risotadas que se apagaron en cuanto vieron la abundante sangre que escapaba de su sobresaliente toma de aire.
Pero a Mauricio le tenía reservado el mayor castigo esa endemoniada pelota, para dar por terminado ese atípico partido. Matías al rechazarla, lo hizo con tanta energía descontrolada que le dio de lleno en su boca.
— ¡La con…de tu put…herm!—entrecortadamente se pudo escuchar, de la estrecha abertura que quedaba entre su labio superior y el de su extremadamente inflamado y sangrante labio inferior.
A modo de venganza, Walter arrojó la pelota de goma contra uno de los agresivos alambres que cerraban el otro costado de la cancha. Un agujero en la liza superficie dejó escapar su agresividad interior y la convirtió en un inofensivo bollo gomoso.
— ¡La cagaste, Walter!— riéndose sonoramente Francisco intentaba volver a darle la forma original.
— Dejame a mí — le gritó Lucas y entre el forcejeo con el otro por recomponer la redondez de la pelota no hizo más que partirla en dos.
En claro acto de despegarse de la evidencia arrojó los pedazos de goma que cayeron justo al lado de los restos de la de cuero que ya había sido olvidada por todos.
— Hacete la corajuda ahora pelota de mierda— le decía desde lejos Gabriel.
— ¿No tiene nada adentro?— preguntaba con asombro Diego, manteniendo una distancia prudencial, como si creyera que algún demonio podría haberse escapado de su interior.
El suicidio de una pelota de cuero número 5 y el asesinato de una pelota de goma fueron demasiado para una tranquila y apacible tarde de potrero.
Con más de la mitad de los jugadores averiados otra vez se quedaron con ganas de terminar el partido. Decidieron ir cada uno a su casa, corriendo el riesgo de tener que hacer seguramente algún mandado.
— ¿Cómo se llamaba la pelota?— preguntó Francisco mientras abandonaban el potrero.
—Pulpo— contestó Ezequiel.
—Bueno, decile que se vaya bien a la Pulpa que la parió!
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
LobosMagazine
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