Los espejos para Matías eran una pesadilla, pánico; hasta que un día... el antídoto; el amor le llegó, como llega el amor, así de repente, así de repente, sin advertir... ella se llama Esther.
Viceversa vive en el espejo
José Pepe Juliá
No era miedo el que sentía Matías por los espejos. Era pánico escénico. Cada vez que por casualidad veía su imagen reflejada en uno, se aseguraba de borrarla desapareciendo de la vista del vidrio.
Esta fobia de Matías empezó cuando tenía seis años, antes de uno de los religiosos almuerzos domingueros en la tan enorme como antigua casa de la abuela Ana. Antes del llamado a la mesa, él y su primo Augusto se habían escabullido entre las macetas de begonias y gardenias que convertían el largo pasillo interior que unía los dormitorios, en una espesa jungla donde se ocultaban sus enemigos imaginarios. Empuñando torpes espadas de madera, varias veces amputaron ramas y decapitaron flores que sepultaban en las mismas macetas para que la abuela no los retara. Ese domingo los supuestos contrarios los llevaron en retroceso defensivo hasta el inexpugnable cuarto de la abuela. El primero de los tres, si se empiezan a contar desde el jardín que da a la calle. Fue Augusto el causante del desastre. En su afán de deshacerse del atacante invisible rompió con su arma el espejo central del ropero de roble. Matías se vio reflejado en cada pedazo esparcido por la alfombra inmaculada. En su mente infantil le quedó la sensación que nunca más iba a ser dueño de su imagen completa en tamaño natural, por más que estuviese multiplicada en esas pequeñas partículas.
Habrán sido los retos de los mayores o las burlas de los demás primos lo que incentivó ese encierro mental. Los gritos desgarradores de la abuela profetizando infortunios y desdichas familiares. Los Padrenuestros a viva voz de la tía Marta para contrarrestar a los demonios que según ella, se escaparon por el marco vacío que quedó en la madera desnuda del ropero. "¡¡Hay que exorcizar. Hay que exorcizar!!" vociferaba el tío Horacio con los ojos desorbitados por el miedo y el exceso de vermut. Las risotadas de los chicos lastimaron mucho más que las marcas tatuadas a zapatillazos en las nalgas de los primos endemoniados.
A medida que los años iban moldeando su carácter, Matías jamás pudo arrimarse a otro espejo. Para peinarse se guiaba por la sombra de su cabeza en los azulejos del baño y se sumergía en el lavatorio al lavarse los dientes. A los cambios de su rostro los fue confirmando a través del tacto y llevándose por los comentarios de los demás. “Tenés la misma nariz que tu mamá”, “es la boca de tu papá”, “con los ojos de la abuela”, “tiene el mentón del abuelo”. Eso no hacía más que confirmarle que su perfil completo era la suma mal sumada de los fragmentos de aquel copiador de imágenes.
Por más sesiones de terapia que puntualmente pagara no podía deshacerse de esa repulsión. Su fobia le distraía un buen número de neuronas, aunque no le impidieron que su mente hábil para los números, lo convirtiera en un notorio y consultado economista.
Pero toda aversión tiene su antídoto.
Un día el amor le llegó, como llega el amor, de repente y sin advertencias. Se llama Esther. Y asomó a su vida cual protagonista exclusiva de las películas románticas que mira su hermana y que él, de reojo y con impaciencia tiene que esperar a que aparezca el necesario “THE END” para cambiar al canal deportivo.
Esther ama a los espejos. No le escapa a sus influjos mágicos. Continuamente encuentra un motivo valedero para desafiarlos. No siempre encuentra una respuesta satisfactoria en el reflejo, pero eso no la acobarda. Por el contrario busca revancha con otro vestido, con otro peinado, con otro maquillaje. Los conoce desde el inmenso tamaño de sus orígenes hasta la mínima expresión de volumen que su padre, dueño de la Vidriería del barrio, les suele dar según lo solicitado por los clientes.
Ese detalle a Matías no le importó. En cuanto empezó a verse reflejado en los grandes ojos de Esther. No sintió miedo ni repulsión. Por el contrario se sintió protegido y protector a la vez.
Se fue animando de a poco. Primero en el espejo del botiquín en el cual se deshizo de su barba mal cuidada. Después de un par de meses, se entregó al que estaba colgado en la sala de estar para verificar que el cuello de su remera estuviera en posición y por último hoy, se dejó ver de cuerpo entero en el espejo que tenía oculto en su cuarto detrás de un biombo, probándose la ropa para la primera cena en la casa de los padres de Esther.
Con una sonrisa ancha aprobó la devolución y dedujo que los espejos no mienten. Pero aportan su adaptación personal y se dan el lujo de confundir al que trata de reflejarse.
Porque los espejos, por más que uno quiera ignorarlo, nos darán siempre la versión inversa y contradictoria de la realidad.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2018
LobosMagazine
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