"Nunca en mi vida de defensor, un mismo contrario se atrevió a hacerme pasar dos papelones en un mismo partido"
Tibia y peroné
A veces tengo la sensación de dar el aspecto de un monstruo carnívoro, ávido de sangre, cuando el centrodelantero adversario me enfrenta tratando de ganarme la posición dentro del área. Lo digo por el terror que se le dibuja en la cara al acercarme para impedir que logre su cometido.
Soy el encargado de encabezar la defensa de nuestro habilidoso y de tratar de anular de cualquier manera, escuchó bien, de cualquier manera, las intenciones del virtuoso contrario.
Soy como el “patovica” del equipo, con la orden de no dejar pasar a nadie que no tenga la camiseta igual que la mía. Vengo a ser el granadero apostado en la puerta del polvorín, con la consigna de entregar hasta mi propia vida, si fuera necesario, con tal de impedir que el contrario pueda patear al arco.
Hay veces que por ser el grandote del grupo, quedo mucho más en evidencia cuando fallo en el intento. Quedar despatarrado al comerme un amague, es el inicio de mi cacería humana de todo aquel que lo intentara.
Nunca en mi vida de defensor, un mismo contrario se atrevió a hacerme pasar dos papelones en un mismo partido. De eso pueden dar fe, muchos que han sabido tomar otros rumbos deportivos, después de tratar de humillarme. Soy el primero en reconocer a un habilidoso, pero que no lo venga a demostrar en mi lugar dentro de la cancha.
Lo mío no es mala fe, no es mala leche, no es mala intención. Es exceso de ímpetu, exuberancia de torpeza, abundancia de rusticidad. Yo también soy un ser humano. Jamás deje de pedir disculpas después de algún exceso corporal.
Si tomamos en cuenta que un “caño”, para considerarse “caño”, tiene que terminar con la jugada limpia y lujosa, los tres o cuatro jugadores que tuvieron la osadía de concretarlos, terminaron viendo el resto del partido en el banco de suplentes con una bolsa de hielo en los tobillos. Y yo duchándome por anticipado en el vestuario, con otra “expulsión por juego brusco” en mi foja de servicio.
Brusco yo, que me esfuerzo en volver a poner de pie a mi “victima casual”, que casi siempre se resiste a esa acción humanitaria.
¡Son contingencias del juego, querido! ¡Es un deporte con contacto físico, viejo!
Si no se bancan las disculpas que se dediquen a jugar al ajedrez o al tenis.
Mi torpeza y mi poca coordinación logran un equilibrio justo con la entrega física y el voluntarismo encomiable a cumplir mi rol dentro del equipo. Que no será tan vistoso como el del 10. Ni tan efectivo como el del 9. O tan sacrificado como el de nuestro arquero. Si fuésemos una banda de delincuentes, yo sería el encargado de hacer el necesario “trabajo sucio”, para que el golpe, o sea el gol, se concrete de una buena vez.
Son más los entreveros ganados, a fuerza de imponer mi contextura física, que los perdidos. Son tan pocos que le diría que recuerdo solamente uno.
En ese sí que perdí. La jugada la tengo grabada a fuego, no solo en mi memoria, sino también en mi ofendido orgullo de aguerrido combatiente, defensor de mi lugar en el mundo. O sea el área grande.
Fue en la decimotercera fecha del torneo zonal, hace un año atrás. Me acuerdo que el 9 de ellos, goleador hasta ese momento, me estaba complicando la tarea. Desde los primeros minutos quería demostrarle al Técnico de la Selección, que se le dio por ir a ver justo ese partido, porqué tenía que convocarlo.
Yo venía cumpliendo con mi trabajo muy bien, hasta que él cumplió con el suyo. Me anticipó en un córner y con un cabezazo exacto, nos rompió el arco.
No me molestó tanto el grito sobreactuado que me dedicó a tan solo diez centímetros de mi oreja. Lo que me sacó fueron las repetidas miradas sobradoras que dirigía hacía la platea donde estaba el técnico y hacia mí, como diciéndole “ni el grandote me puede parar”.
Juré venganza en cuanto pudiera calzarlo a la altura de cualquiera de sus rodillas. No me importaba cual. Pasaron varios minutos en los cuales mi sed vengativa no se aplacaba ni con el bidón del aguatero.
Otro córner para ellos, determinó el momento de mi revancha.
Hay que tener una concentración muy especial para moverse dentro del área. No es cuestión de provocar un penal evidente. Aprovechar que el árbitro esté mirando para otro lado, o que el juez de línea no te esté campaneando. Para eso hay que tener casi el mismo talento que el 10 del equipo, que te inventa una jugada en un segundo.
Esta vez no me iba a ganar. Lo cuerpeaba, mientras esperaba que patearan desde la esquina. Y el centro vino justo adonde estaba él. En el preciso momento en que quise saltar para cabecear primero, siento como si mi botín derecho estuviera clavado al piso. El turro estaba pisándome el pie. Me descolocó y con un salto felino nos volvió a romper el arco con un cabezazo inatajable.
Y otra vez el grito agudo en la oreja y otra vez las miradas cruzadas.
“Y la próxima vez te parto en cuatro”, me dije, mientras veía al puto juez de línea y al ciego del árbitro corriendo para el medio de la cancha, convalidando el “juego sucio”.
A cinco minutos del final del partido, se me presentó la esperada ocasión de venganza justiciera. No hay nada más perfecto que una pelota dividida para disfrazar un desquite “sin mala intención”.
Y el choque fue brutal. Sin piedad. Sin clemencia. Se encontraron el Titanic y el témpano, en la medialuna del área.
Terminamos los dos fuera de la cancha. Como correspondía. El árbitro vio “exceso de juego brusco”.
Fractura de tibia y peroné de la pierna derecha, rotura de ligamentos cruzados de la rodilla izquierda y desplazamiento de cadera para uno. Quince fechas de suspensión para el otro.
No está mal si tenemos en cuenta que el fútbol es un deporte para hombres.
A las fechas de suspensión uno se va acostumbrando y cuando te queres acordar, ya las cumpliste.
Por suerte para mí, el mes que viene me sacan este yeso de mierda.
José Pepe Juliá
Los Cuentos de Pepe 2017